5 de mayo de 2008

El mayo francés y la política alternativa

Los célebres graffiti que quedaron estampados en las calles de París en Mayo del 68 siguen capturando, de algún modo extraño y sugerente, la atención de la humanidad. Es una curiosidad que escapa a cualquier lógica y a cualquier razonamiento. La Historia, por suerte, no la hacen sólo los vencedores. De los movimientos auténticos de rebeldía siempre queda algo que impide su biodegradación comercial, su domesticación institucionalizada o su olvido definitivo (ya se sabe: lo que no se recuerda es porque nunca existió, lo que no se recuerda es porque está muerto).


Muchos de esos eslóganes sirvieron para movilizar a los estudiantes universitarios, a las masas obreras y a casi toda la sociedad francesa de entonces, pero hoy, a la distancia, hay que admitir que algunos de esos mensajes pueden pasar por una inteligente solución publicitaria, más ligada a la industria de los estimulantes sexuales como el Viagra (“goza aquí y ahora”) que a un furioso movimiento político, subversivo y generalizado. Afortunadamente, no todo se presta a la banalización del mercado y a las sofisticadas lógicas de consumo, centradas en amplificar los placeres del individuo. Muchas de esas pintas siguen postulando un incondicional programa de emancipación que mantiene plena vigencia en estos tiempos de transformación global y de luchas generalizadas (“prohibido prohibir”, “cómo pasar del decir al hacer”, “el poder está en la calle”, “la imaginación al poder”, “olvida todo lo que has aprendido, comienza a soñar”).


De todos esos graffiti famosos y algo pop (muchos han adornado franelas en ferias de Design), existe uno que ofrece la clave de las luchas que la humanidad, sobretodo en la periferia del planeta, tiene ante este complejo y opaco siglo XXI (no se olvide que el Mayo Francés también comienza en la periferia, en los sucesos del extrarradio, en la Universidad de Nanterre). Es un graffiti que apareció en la Sorbona, en uno de esos despachos atildados que fueron ocupados masivamente por los estudiantes en aquellos días. Fue pintado sobre uno de esos monumentales cuadros que brillaban desde hacía años o siglos en la institución: “La humanidad será feliz el día en que el último de los burócratas haya sido colgado con las tripas del último de los capitalistas”.
Antes de que salten los susceptibles y los encorbatados de sus sillas, los que se las arreglan de cualquier modo para que el lenguaje correcto prohíba cualquier sedición o deslizamiento que anuncie algún tipo de escándalo, este graffiti resume las dos luchas que, embrionariamente, se desataron en Mayo del 68 y que siguen en pie ante los desafíos de la globalización y de las respuestas que se están dando para construir una alternativa contra el neoliberalismo, la exclusión y la pobreza.






El graffiti anuncia tempranamente dos enemigos que hay que vencer en estos tiempos: el mercado global, es decir, la acelerada confiscación del mundo que están haciendo mega empresas como Microsoft (la gente se queja de las nacionalizaciones venezolanas, pero nadie percibe en Bill Gates al nuevo caudillo planetario, que asedia con todo su poder a empresas menores, como Yahoo), y la burocratización que emana del Estado como instancia de poder y como horizonte final de cualquier lucha política. Ni el Mercado ni el Estado pueden, en el siglo XXI, ser el objetivo final de una política. Y eso ya estaba esbozado en el imaginario de Mayo, en pensadores y movilizadores como Guy Debord, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Lois Althusser y Jacques Lacan, quienes llegaron a visualizar que ambas formas de poder, el Mercado y el Estado, creaban divisiones sociales, segregaban y expurgaban, descomponían en definitiva la necesidad de imaginar otro orden posible.


¿Cómo comprender este graffiti en toda su dimensión, más allá de las degollinas que se dejan entrever en su superficie apasionada? Han pasado justamente cuarenta años de esas luchas y de aquella terrible derrota “juvenil” que terminó por enterrar, definitivamente, una manera de pensar y hacer la política revolucionaria en el siglo XX, ligada a los manuales y a los evangelios soviéticos, al Estado único y al Partido omnipresente. Hay una secuencia en la acción política, que va desde 1965 hasta 1980, y que arrastra a la Revolución Cultural China, al Mayo Francés, a las rebeliones armadas en América Latina y Estados Unidos, a las revoluciones en Argelia e Irán, y que el filósofo francés Alain Badiou ha descrito como la época de “los oscuros acontecimientos”, porque en ese lapso devino, precisamente, la descomposición y derrota acelerada de un tipo de izquierda soberbia, dogmática, burocratizada.


Aquellos días de la primavera francesa pintaban como los más renovadores de la historia europea moderna, pero nadie pudo imaginar que a la vuelta de dos meses toda la gesta se transformaría en un verano desolador y frustrante. Esos valiosos jóvenes activistas, inventores y cuestionadores no lograron desmarcarse de la maquinaria del Partido y de la postulación de un único sujeto revolucionario llamado a redimir la Historia: el proletariado. Eran estudiantes trotskistas, maoístas, comunistas, anarco-deseantes, beatniks, hippies, que querían establecer novedosas conexiones con los trabajadores y con la sociedad francesa en general, que rechazaban la programación y el control creciente que ejercía la sociedad de consumo sobre el individuo y, además, empezaban a estar concientes de que había que romper los muros y barricadas que el poder construye con el lenguaje para silenciar a los otros, a los excluidos.


Esas luchas estaban enmarcadas en una incipiente heterogeneidad social, donde aparecían nuevos actores, roles, nuevos personajes, nuevas voces que tomaban la calle. No en vano, Gilles Deleuze concluyó que la teoría revolucionaria no podía ser una cosa abstracta, alejada de la praxis, independiente de las luchas mismas, de la gente de carne y hueso que se declara en rebelión: “La teoría exige –decía Deleuze después de los sucesos de Mayo– que la gente involucrada hable por fin prácticamente por su cuenta”.






Mayo 68 exigía un cambio de paradigmas y un desmontaje de todos los fundamentos emanados del Kremlin, verticales y jerarquizados. Exigía estar contra el Mercado como constructor de sociedad, y contra el Estado como organizador de la misma. Exigía una política que liberara las energías sociales, que revolviera los esquemas y las fórmulas, las vías institucionales mal construidas, que restituyera la soberanía del hombre junto al hombre en la calle. El Mayo francés exigía a gritos un ataque de imaginación del lado de las fuerzas y de los movimientos sociales, de los nuevos sujetos ocupantes de la política.


A cuarenta años hay que hacer el inevitable examen del Mayo Francés. Y debe hacerse en el contexto de las múltiples resistencias que se están articulando en el planeta en contra de la globalización neoliberal. Es un desafío importante, y como dice el sociólogo Boaventura De Sousa Santos, hemos pasado del momento en que las víctimas del planeta lloraban y causaban compasión entre la clase media y rica mundial, al momento en que las multitudes se están afirmando por sus propios medios y posibilidades, con sus propios lenguajes y tonos, causando verdadero terror dentro del establishment.


Palabras como agua, tierra, territorio, racismo, dignidad, respeto, opresión cultural y sexual, control de los recursos naturales, pobreza y hambre, identidad cultural y violencia han venido agrupando a pueblos, etnias y comunidades en una causa común que nunca será fácil dilucidar e institucionalizar. De Sousa Santos asegura que vivimos una época de “preguntas fuertes y respuestas débiles”, donde no siempre la alternativa, como en el caso de la reforma constitucional que se propuso en Venezuela, abre las puertas y restituye el poder social. Por el contrario, la propuesta buscaba diferir la soberanía popular. El siglo XXI está lleno de esas paradojas, de retrocesos y avances, de trochas y caminos aparentemente bloqueados. Sin embargo, la política de emancipación, la política de izquierda, ha logrado abrir espacios novedosos y ya define, gracias al aprendizaje y a las lecciones que da la lucha cotidiana, una práctica política alternativa.


Hay un reflejo de Mayo del 68 que no debemos olvidar (lo que no se recuerda, repito, es como si nunca hubiese existido): el Estado no puede ser el horizonte final de las luchas sociales. Hay que aprender a vivir en las tempestades y bajo el clamor de la calle: “La política se hace en la calle”, decía uno de esos legendarios graffiti.
 
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