15 de diciembre de 2008

Contracorriente/Revista Poder
El país de los dos minotauros


Me gustan los resultados del 23-N. Lo digo sin ningún tipo de cinismos. El país que emerge de las urnas es toda una incomodidad, un testimonio poco complaciente con los extremos que han ejercido, hasta ahora, el discurso político. El mejor examen de esta incomodidad es que cuesta usar los resultados como aparato de propaganda, por más algarabía que armen Globovisión y VTV en sus programas estelares. Apenas empiezas a celebrar que ganaste algo de manera contundente, te rodea una sombra ominosa -la sombra del Otro- que ha ganado también espacios importantes.

¿Estamos en un juego trancado, otra vez? Siempre será preferible el enredo polarizante, la convivencia tormentosa y conflictiva, que un país de un solo color, sea éste el color del socialismo o el color del neoliberalismo. Lo que está en juego en Venezuela es la definitiva construcción de una democracia viva, pugnaz, que se reacomode permanentemente, que abra espacios y conmute lugares, que deje ver mayorías aquí y mayorías allá, que no se baste así misma sin el dibujo completo y complejo de los unos y los otros, que aprenda en el duro trajinar de los procesos electorales a reconocer al adversario en toda su dimensión, por más animadversión que se le tenga.

Un gran paso en esta dinámica ha sido el abandono de la lógica antipolítica que imperó en la oposición después del Revocatorio de 2004 (la era estelar de Sumáte), cuando ésta abandonó espacios fundamentales de la política y se dedicó a sembrar la incertidumbre en torno al Poder Electoral. Con el 23-N, y por tercer año consecutivo, acudimos a unas elecciones en las cuales cada quién acepta sus triunfos y derrotas. No es poca cosa en el lento y complicado proceso que ha servido para reconocer a los distintos actores que hay en el país, a pesar de que aún los medios nos brinden espejismos y armen fiestas unilaterales donde, exactamente, no las hay.

Queda mucho trabajo por hacer en este tránsito a un orden definitivamente distinto a la decadente prédica de la IV República con sus distintos fetichismos institucionales. El país sigue siendo un laberinto inextricable, para recordar a nuestro pensador J.M Briceño Guerrero, quien describía a una sociedad escindida estructuralmente por sus saberes culturales, por lógicas de dominación socioeconómica y por diferencias de raza. Un laberinto, en este caso, por el que circulan dos minotauros obstinados e infatigables, ciegos y rabiosos.

El 23-N, sin duda, habla de un país atrapado en abismos históricos, que se expresan en la polarización profunda entre lo urbano-moderno y lo provincial-campesino (17 gobernaciones rojas en estados emergentes, frente a 5 de la oposición que representan el núcleo urbanizado y económico-comercial más avanzado del país). Emerge, una vez más, el conflicto inherente a los estados y a las ciudades, entre barrio y ciudad formal y entre clases sociales, tal como sucedió en Petare, que ha sido el ojo del huracán en este juego de balances, dado que su resultado demuestra que la oposición también puede subir cerro. Ganaron Oscariz y Capriles, pero hay que colocar a cinco sectores entre comillas, sectores por demás importantes como Fila de Mariches, La Bombilla, Antonio José de Sucre, Caucagüita y La Dolorita, donde el PSUV ganó holgadamente.

Si bien la gobernación de Miranda la ganó la oposición, 15 de las alcaldías de la entidad se las quedó el chavismo. La media luna opositora sigue estando entre Chacao y Baruta, donde más del 80% de los votos fueron capturados por la oposición. Esta realidad da pie para seguir analizando nuestra conflictividad sociopolítica en tres planos diferentes: la lucha de clases, el antagonismo entre barbarie y civilización y la tensión entre lo urbano y lo agrario industrial. Esta ha sido una constante de nuestra historia. Los dos minotauros, más que nunca, están vivos y con energías renovadas en la Venezuela del siglo XXI.

Dije que me gustan los resultados del 23-N. En primer lugar porque nace un nuevo liderazgo en un partido político, el PSUV, organización que desarrolló una estrategia electoral que logró movilizar en alto grado a simpatizantes y militantes, de manera que el chavismo aumentó su participación en más de un millón de votos con respecto al 2-D (5.436.014 frente a 4.379.392).

Las 17 gobernaciones ganadas por el PSUV con tan amplio margen de ventaja hablan sin duda de un nuevo tiempo para la política local y cotidiana. Si no se toma en cuenta que esta repolitización no es sólo un producto de Chávez y su liderazgo, sino sobre todo el resultado de un proceso de participación de las bases militantes, se perderá la posibilidad de darle un carácter emergente a esta nueva fase del proceso: el país está pidiendo nuevos liderazgos y nuevas experiencias de gestión local, que puedan ampliar la práctica gubernamental e institucional desde abajo, más allá del centralismo.

Me gusta el 23- N porque termina de normalizarse la oposición dentro de la estructura del Estado. Ganó en 5 entidades clave por su número de población, por su potencial económico y por su fuerza comercial. Ganó también en los estados con mayor cobertura e incidencia mediática. La oposición gana un espacio político considerable que en Caracas, por ejemplo, obligará a luchas, resistencias, reacomodos y defensas ciudadanas. Llegados a este punto, sólo la política puede destrabar esta realidad bifronte del país, sus abismos y heridas históricas. La tarea, más que nunca, sigue pendiente.

3 de diciembre de 2008

Universo Petare
"Trabajar con esos muchachos que nadie quiere"


Esta crónica la escribí hace unos meses para el libro del Centro de Competencia en Comunicación Más allá de víctimas y culpables. Este centro es una organización con sede en Bogota que se dedica al estudio y la investigación del fenómeno de la violencia y de la inseguridad en el continente, así como de sus distintas representaciones sociales y culturales. La reproduzco en este momento porque el lugar de esta crónica es el Barrio Bolívar, sector Los Topitos, donde el chavismo arrasó con 72,56% de los votos. Sin embargo, la situación de este barrio, uno de los 483 que conforman el gigantesco universo Petare, nos da la clave de lo que ocurrió efectivamente el 23-N: la revolución es un sentimiento que tiene muy poca respuesta institucional. El desamor del alcalde y del gobernador se paga, a pesar de todo, con el amor de la gente. ¿De qué tamaño a veces es la esperanza?


De los tantos cuentos y situaciones que Carmen vive y apila diariamente en su memoria está el del día en que quiso sacar a los alumnos del aula para dar un recorrido, escaleras abajo y escaleras arriba, por los diferentes linderos del barrio. La actividad estaba pensada para que todos los muchachos supieran y reconocieran de dónde provenían y lo que era capaz de decir, cada uno, sobre su lugar de vida. Ella da clases a niños entre 6 y 9 años de edad, en un sector llamado Los Topitos, un apretado conglomerado de ranchitos sin pintar donde viven unas 200 familias, que se extiende a lo largo de una empinada escalera que sirve de pasaje a sectores más grandes del barrio, como El Tanque, 24 de Marzo y Julián Blanco. El trabajo titánico de Carmen consiste en recuperar, con herramientas pedagógicas centradas en la comunicación y las habilidades narrativas, el tiempo perdido de los niños que tienen severas dificultades para insertarse en el sistema escolar. Trabaja enteramente sola en un aula de unos 8 metros de ancho por 15 metros de largo, que ella se esmera en cerrar a doble llave, una vez que todos los niños han ingresado al salón de clases.


Esa mañana tomó el juego de llaves, destrabó la cerradura y les dijo a los muchachos que fueran saliendo uno a uno. En las primeras vueltas estuvieron tratando, entre todos, de establecer aquí y allá, el lugar exacto que divide a un sector de otro, una operación que sólo pueden realizar aquellos que han interiorizado desde muy pequeños las fronteras invisibles de su barrio. Un portón cualquiera, una platabanda, el cartel hecho en cartón crudo donde se ofrecen servicios de pedicura, un rancho de donde proviene, día y noche, un portentoso y pegajoso sonido musical, una bifurcación de la vía, a veces sólo una atmósfera, unos rostros, unas armas… Todos esos indicios menores se convierten en verdaderos hitos de un mapa que a primera vista parece imposible de descifrar.


Uno de los niños, en el recorrido, se fue poniendo renuente a continuar. No alegaba nada, simplemente le pedía a la maestra que volvieran al salón de clases, que no quería seguir. La agarraba de las manos con fuerza, empezaba a sudar incontrolablemente, se resistía a caminar. Cuando finalmente el grupo desembocó en un lugar llamado El Parquecito, donde se junta una cancha de básquet y un estadio de softbol, en el que sólo los perros, en manada, suelen pasearse libremente en las mañanas, el niño de siete años se despepitó y dijo lo que tanto le preocupaba: “Maestra, vámonos. Aquí me van a matar. Por aquí vive la familia del asesino de mí tío, son unos malandros. Me van a matar, maestra, me van a matar, ¿no entiende?”.


El Parquecito es, por una extraña y azarosa geografía, un lugar perfecto para esconderse. Tiene innumerables pasadizos que crecen a los bordes del estadio de pelota y se pierden en el abigarrado mundo vertical del bloque y del zinc. Es un lugar peligroso, si los hay, en todo el barrio Bolívar, allí los malandros se sienten tan cómodos que han perdido cualquier escrúpulo ante la comunidad. Se les consigue con pistolas y armas largas con miras infrarrojas, se agrupan en una esquina o desfilan una y otra vez por la calle, confundiéndose con la manada de perros que se olisquean y ladran incansablemente. Es la guarida de El Cubo, de Goyo, del hermano del Chino, quienes se exhiben, ante los que se atreven a caminar por allí, como los verdaderos poderosos del barrio.


El niño parecía muerto de miedo y puso muy nerviosa a Carmen, que trataba de tranquilizarlo demostrándole que la maestra es una referencia aún imbatible dentro de la comunidad: “Estás con la maestra. Ellos no nos van a hacer nada. Tranquilo, tú andas conmigo. Ellos no se van a meter con nosotros. Ya verás”. Pero un malandro tiene mirada de velociraptor y una memoria infinita para la venganza y el odio. De manera que el niño dejó de mirar el entorno, puso sus ojos en las nubes, lejos en el cielo, en Dios. Carmen mantenía a duras penas la naturalidad e intentaba continuar la actividad con el grupo de niños. Los malandros, con automáticas en las manos, empezaron a acercarse, buscando un rostro en especial. Carmen seguía actuando, es una habilidad que en el Barrio Bolívar y en todo el universo Petare se transmite por la leche materna y se lleva muy adentro en las venas para poder sobrevivir: se actúa siempre en los peores momentos, se sobrelleva el drama y la tragedia como si en realidad todo fuera un juego de niños…



En situación de riesgo
Detrás de sus lentes de montura metálica y su pelo plateado hay 12 años de trabajo y de fortalecimiento institucional en las diferentes comunidades de Petare. Gracias a su activismo y compromiso con la defensa de los derechos de la mujer, del niño y del adolescente en los sectores excluidos de la sociedad, Gloria Perdomo participó en la creación de la Fundación Luz y Vida, una institución que hoy mantiene un trabajo permanente en 24 barrios, precisamente con el programa de aulas comunitarias para la atención de niños no escolarizados en situación de riesgo, la experiencia educativa que en el sector Los Topitos desarrolla la maestra Carmen.


Preocupada, como educadora, por los altos índices de deserción escolar y de exclusión educativa en Petare, Gloria ha hecho a través de la Fundación Luz y Vida numerosas intervenciones con dineros privados y públicos para enfrentar, a través de los pequeños pero indispensables detalles, el luctuoso y trágico cuadro del barrio más grande de toda Suramérica. Las cifras modestas hablan de que en el universo Petare conviven de manera contigua unos 483 barrios, donde habitan casi un millón de personas -más de 200 mil son menores de edad-, y ante el incremento vertiginoso que ha tenido en Venezuela el problema de la inseguridad, Petare se ha convertido en una perversa condensación de todos los males que originan la violencia en el país: falta de una institucionalidad estatal fuerte y eficiente, falta de políticas de seguridad integral, falta de alternativas concretas para la inclusión social, problemas intrafamiliares. El cuadro es desolador, cuenta Gloria con cansancio y pesimismo. “Hay un recrudecimiento de la violencia en Petare. Los valores tradicionales que eran bandera de la convivencia popular, como la solidaridad y la participación, se han venido perdiendo con el auge de la delincuencia organizada y del narcotráfico. Las comunidades tienen miedo e impotencia ante la violencia. Aquí ocurren entre 36 y 40 asesinatos al mes, y muchas de las víctimas son varones adolescentes. Esto es un drama tremendo, porque prácticamente hay que encomendarse a Dios si vives en Petare, tienes un niño varón y está comenzando su adolescencia”.


El programa de las aulas comunitarias para la atención de niños no escolarizados en situación de riesgo es una prueba de que, ante la inmensidad de los problemas y de la profunda orfandad institucional, algo se puede hacer. La Fundación Luz y Vida, en convenio con las escuelas jesuitas Fe y Alegría y otras instituciones del país como la Universidad Simón Rodríguez y la Universidad Central de Venezuela, viene trabajando desde hace 7 años en la consolidación de una experiencia novedosa: reclutar a niños en el barrio que no se encuentran insertos en el sistema escolar, y prepararlos durante un tiempo hasta que logren conseguir el cupo en una escuela formal.


Carmen, al igual que todas las maestras del programa, es lo que se denomina una promotora o educadora popular, que viene del propio barrio. Ella, conociendo su entorno, tiene la cosa tan clara como el sol radiante y áspero que calienta el techo de su aula, ubicada a unos 120 escalones de la carretera principal de los Topitos: “Aquí hay mucha violencia juvenil y deserción escolar. Hay falta de cupos en las escuelas, falta de rendimiento en los niños, hay hogares desestructurados, problemas básicos de documentación e identidad. Si los niños quedan fuera de la escuela, perdemos. Reclutamos al niño que no está escolarizado y le damos atención permanente, hablamos con sus padres, trabajamos con un reforzamiento múltiple de los valores, tanto en la escuela como en el hogar. Hay que estar todo el tiempo detrás del niño y de sus familiares. Hemos hecho bajar el nivel de muchachos en la calle, hemos logrado recuperar a niños que estaban a punto de ser captados por la delincuencia. En eso hemos sido efectivos”.


La fórmula parece sencilla en el papel, según explica Carmen, quien tiene en su aula a un total de 15 alumnos: si se logra que el muchacho esté ocupado dentro de una escuela, atendido tanto allí como en el hogar, bajará la tentación de dedicarse a la mala vida. “Pero si el niño toma la calle, se la pasa en la bodega jugando maquinita, hablando con los malandros, tarde o temprano lo reclutarán las bandas organizadas, será mula, será ladrón, será asesino y después lo matarán a balazos”.



Un país en guerra
El apretado resumen que hace Carmen del destino fatal de muchos niños y adolescentes que terminan optando hoy por la delincuencia y el tráfico de drogas fue el argumento principal para que un joven que vive en La Línea Hueco, llamado Jackson Gutiérrez, que además tiene una peluquería llamada Tazmania en la entrada del barrio, se dedicara a hacer una película casera sobre ese fenómeno tan terrible llamado el “azote de barrio”, es decir, el que con su acción y sus actos vandálicos tiene aterrorizada a la comunidad.


La película se terminó a finales de 2005 y se vendió por miles en los mercados informales de la piratería, convirtiéndose rápidamente en un objeto de culto para todos los públicos, incluso para jóvenes clase media y de urbanizaciones alejadas de la realidad petareña. Descarnada y pornoviolenta, al mejor estilo de las snuff movie, la película habla de la manera cómo los niños y adolescentes, por falta de oportunidades y alternativas, terminan ingresando en el mundo de las bandas juveniles que trafican y roban en los barrios de Petare. Una realidad que parece un disco rayado a la vista de las crónicas televisivas y periodísticas sobre la delincuencia, que hacen hincapié sólo en las cifras de muertos y refuerzan la idea de que en esos barrios sólo hay delincuentes y asesinos. Pero jamás esa realidad había sido contada por sus propios protagonistas, por gente del propio barrio con cámara en mano, con sus códigos, sus formas de habla y sus perspectivas de vida en un entorno adverso.


La película tuvo tanto éxito que Jackson siguió haciendo versiones mejoradas de la historia, al punto que Azote de barrio en Petare ya va por nueve entregas y no existe prácticamente ningún rincón del país, ningún puesto de películas “quemadas”, como se les llama a los productos piratas, que no venda alguna de sus ediciones. Para uno de los defensores del niño y del adolescente en Petare, José Gregorio Sánchez, quien además tiene un programa de radio en una emisora comunitaria llamada Colectivo Popular Petare, donde promueve los derechos de los menores, estas películas tienen el único mérito de mostrar la parte más oscura de la realidad cotidiana en Petare, pero manifiesta su total desacuerdo con respecto al tratamiento que se le hace al tema: “estas películas son una basura, están hechas para recrearse en una realidad dura, son complacientes con la actividad delictiva y desconocen las alternativas que hay en los barrios, como el trabajo de los cristianos de base y el de las organizaciones civiles, privadas y públicas. En la segunda entrega, matan a cuarenta jóvenes en una cuadra, por ejemplo. Están hechas para escandalizar y ganar fama rápido”.


La aparición de este fenómeno casero llamado Azotes de barrio en Petare, no es casual ni gratuito. Se podría decir que es un síntoma de los niveles de violencia que están padeciendo las comunidades en Petare. Su auge coincide, además, con un momento de máxima expansión de la violencia en el país, que se traduce en una percepción social que destaca la inseguridad como principal problema de la gente. Nada más entre 2005 y 2006, la tasa de homicidios se incrementó, según el tradicional informe anual de la organización de derechos humanos Provea, en 23%, y en el estado Miranda, donde se encuentra Petare, la tasa subió en el mismo período 39,61%, muy por encima del escandaloso promedio general. En un diagnóstico sobre el universo Petare, de 2003, se registra que el 19,5% de las muertes violentas son de niños y adolescentes. Esas cifras hablan de un país en guerra, con más de 17.000 víctimas al año de la violencia, el promedio más alto, por cada 100.000 habitantes, de toda Suramérica, y sólo comparable con los índices de El Salvador y Guatemala, tal como lo describe Ana María Sanjuán, directora del Centro para la Paz y los Derechos Humanos de la UCV.


El problema de la violencia no ha sido fácil de explicar ni por los responsables gubernamentales ni por los tradicionales enfoques sociológicos, dado que desde 1998, con el presidente Hugo Chávez a la cabeza, se inició un proceso radical de cambios institucionales y políticos que ha incidido en los índices de pobreza, en la disminución de la tasa de desempleo y en el aumento considerable del poder adquisitivo de la gente, pero lo que nadie sabe explicar con claridad es por qué, si han mejorado las dimensiones socioeconómicas del país, se sigue incrementando la violencia y la inseguridad. Sanjuán explica su visión de este asunto: “En Venezuela hay un conflicto social estructural que no se ha modificado con el cambio de hegemonía política. Desde mediados de los años 80, cuando se rompió el acuerdo de país, se destapó el conflicto. La retirada de la acción del Estado, la criminalización de los sectores populares, la idea de que sólo el mercado estructura las relaciones sociales no sirvió para resolver los conflictos, ni el incremento del uso ilegal de armas, así como tampoco el tráfico de drogas. Hay una invisibilización de un problema que no tiene posibilidades de resolverse a corto plazo. La narrativa que tiene el Gobierno del problema es que todos los jóvenes pobres son buenos y los pervierte el narcotráfico, que es lo mismo que el imperialismo. Se ha sido muy poco eficiente en los últimos años en la tarea de rehacer el Estado y el sistema de convivencia. Estamos en un momento de gran discapacidad institucional, y lo que ha aparecido es una degradación de las formas de violencia por falta de mecanismos de contención. Hay un conflicto intrafamiliar, intravecinal, intracomunitario, y no existen mecanismos de arbitraje. Hemos deslegitimado el papel del Estado burgués, el único que existía, y se ha hecho muy poco, materialmente, para reemplazarlo”.



Construir alternativas
En un contexto tan precario como el de Petare, la guerra de valores se ha venido perdiendo en los últimos años. La calle se ha vuelto un espacio peligroso y en Los Topitos el aula comunitaria que lleva Carmen funciona bajo llave y sólo cuatro horas al día, de 7 a 11 de la mañana. El segundo turno es una tarea pendiente, una posibilidad abierta para desarrollar tareas dirigidas. Han corroborado que una de las demandas del niño es querer estar más tiempo en la escuela. “Aún no hemos conseguido a la maestra, porque tiene que ser del barrio y hay que formarla. Es difícil, porque aquí se viene a trabajar sola, y a mucha gente eso le da terror. Los niños asimilan muy bien la dinámica, porque sienten que el aula es un lugar seguro, que los atendemos, que hay afecto. Trabajamos con una pedagogía que busca inculcar los valores de la tolerancia, del respeto, de la paz, del manejo de conflictos y de la comunicación asertiva”, dice Carmen en tono reflexivo, una vez que todos sus alumnos han salido como una tromba del aula, disparados hacia sus casas como gatos bulliciosos. Antes de salir, Carmen les recuerda que al día siguiente tendrán una actividad con los alumnos de la escuela Presidente Kennedy, de Fe y Alegría, que inaugura su campaña anual “Un corazón para la vida y la paz”.


Marisela Expósito, profesora de Trabajo Social de la UCV, viene desarrollando con los niños del aula un programa de intervención social que gira alrededor de la promoción de la paz, dado que desde 2005 los tiroteos entre bandas, a cualquier hora del día, se han hecho cada vez más frecuentes. “Quedé con mis alumnos atrapados en el barrio durante 15 minutos, aterrados por una balacera. Eran las 11 de la mañana. La carga de violencia que se vive en Los Topitos tiene que ver con un modo de supervivencia. Para sobrevivir, tengo que agredir al otro. Son núcleos familiares con muchos problemas concretos, de derechos y necesidades insatisfechas. Eso es exclusión, no tiene otro nombre: gente que duerme en el suelo y bajo un techo de zinc. No hay parejas estables, los niños duermen hacinados. Es un hogar matricentrado, que crea baches en el crecimiento emocional del niño. Es un entorno donde la violencia, la droga y el alcohol actúan de manera activa. Eso es lo que está en la calle y lo que más atrae. Hay banalización y naturalización de la violencia. Sin embargo, si al niño se le construye una alternativa, se le dan opciones, siempre escogerá el camino de la escuela, del trabajo y de la responsabilidad. Él sabe, por experiencia, que el mal camino conduce a la muerte temprana”.


Al día siguiente, a media mañana, hay una congregación de alumnos en el patio central del colegio Presidente Kennedy, donde se realizará la jornada de “vacunación contra la violencia”, un acto donde los niños defienden la paz, leen oraciones contra la violencia, cantan y se reconocen en afectos unos con otros. El Kennedy es una infraestructura única dentro del barrio Bolívar, muy cerca de Los Topitos, que sirve de centro para muchas actividades sociales, incluyendo el plan de alfabetización gubernamental llamado Misión Robinson. Junto al Centro de Diagnóstico Integral que construye el Gobierno Nacional, que aún no está listo, no existe otra edificación suficientemente grande y sólida que dé muestras de la presencia del Estado en el barrio Bolívar.


Carmen confiesa que en Los Topitos no se vive un buen momento, que el barrio está, como dicen, revuelto desde el 28 de diciembre, día en que la madre del niño de 7 años que se resistía a entrar en El Parquecito, se tropezó con el asesino de su hermano comiendo perros calientes en un puesto de Chacaíto, en pleno centro de la ciudad. El asesino tenía muchos meses fugado, pero ella en seguida lo reconoció, llamó a la policía y lo lograron capturar. Ella piensa que fue un regalo de Dios. Sin embargo, la medida no gustó entre los familiares del asesino, que la amenazan y le advierten que tiene que retirar la denuncia. Ahora debe andar con cuidado, especialmente por esa zona de El Parquecito, que apenas se encuentra a unas 15 o 20 casas de su hogar. La madre del niño tiene una mirada intensa y unas ojeras pronunciadas. Ella está ahí porque ha venido a vacunarse contra la violencia, a apoyar la campaña por la vida que desarrollan los colegios Fe y Alegría y las aulas comunitarias. “Aquí no hay una farmacia, ni siquiera un módulo policial. No puedes bajar hasta acá, y si bajas, no puedes subir. Este es un barrio sin ley”, dice obstinada ante tanta adversidad. Su niño, aunque lo miraron con odio aquel día que bajó el grupo a El Parquecito, aún está vivo, es todo lo que ella tiene y corre con los demás amiguitos a lo largo del patio del colegio. Carmen la mira, Carmen se mantiene impertérrita ante las malas señales que da el barrio. No le queda otra, sabe que su trabajo diario se realiza justo en la frontera entre el bien y el mal, en esa zona de guerra en la que hay que intervenir si se quiere conseguir la paz. Ella mira a sus niños, los regaña, los agrupa en medio del alboroto colectivo. De repente, suelta una frase implacable, enérgica, como si le viniera un ataque súbito de inspiración, acompañada por esa multitud de jóvenes que se agolpa, frenética, en el patio del colegio: “Lo que pasa es que yo trabajo con eso muchachos que nadie quiere, pero que hay que aprender a querer”.

25 de noviembre de 2008

Los dos cuadros del 23-N
El resultado electoral del 23-N dejó unas cuantas sorpresas y también unas cuántas interrogantes que hay que empezar a dilucidar. Es un resultado revelador, y rebelado en algunos casos. El 23-N se parece mucho a esos cuadros que se han puesto tan de moda en los últimos años, esos cuadros que cuando uno se para frente a ellos sólo ve un par de pincelazos toscos y gruesos sobre la superficie del lienzo, pero si uno se pone los lentes especiales, esos que te dan en la entrada del museo para apreciar el cuadro en toda su plenitud, logras entrar en un espacio detallado, con profundidad, texturas y múltiples planos.
Eso es el 23-N. Sin lentes, un augurio de feria, una pasión de batacazo, un triunfo en la Serie del Caribe, un ruido ensordecedor de micrófonos: el chavismo gana de manera clara y abierta 17 gobernaciones, y arrasa en todas las alcaldías de algunos estados, incluyendo entidades que parecían perdidas de antemano como Sucre y Guárico. La oposición se queda con cinco gobernaciones claves y la alcaldía metropolitana. Los estudios de televisión y radio hacen fiesta con cada una de estas verdades, y construyen una narración de triunfo desde cada trinchera. Pero más allá de los toscos pincelazos, ¿qué podemos ver?


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Estas fueron unas elecciones por demás históricas, con más de 65% de participación (por cierto, Distrito Metropolitano y Miranda son estados que tuvieron una abstención promedio más alta que la de todo el país), y más allá de la fuerza de los resultados, hay una innegable revelación en este dato: por más que se hable por ahí de ventajismos, de dudas sobre el CNE, de sofocamiento político, de dictadura, totalitarismo y demás especias, el domingo se comprobó una vez más que la gente en Venezuela no es tonta, asume las elecciones como un derecho inalienable y como una necesidad clara de manifestar su voluntad. Ha quedado atrás, por suerte, toda aquella lógica antipolítica que imperó en la retórica opositora después de la derrota del Revocatorio de 2004.

En estas elecciones se expresó una sociedad vigorosa, entusiasta, con esperanzas renovadas de cambio (más que nunca, el cambio es bifronte en este país, mira hacia la dura tarea de la construcción del socialismo del siglo XXI, por un lado, y mira hacia la estabilidad, la tranquilidad y la reconciliación, por el otro). Después de un año de acusaciones mutuas sobre la escogencia de candidatos a dedo, esta inmensa participación comprueba que la gente necesita conquistar y defender espacios, apoyar liderazgos, participar en la guerra hegemónica de posiciones, y esto es lo que primero salta a la vista: el 23-N cambia la antigua geometría del poder, hay reacomodos considerables y otros nodos visibles donde se aglutinan las nuevas mayorías.

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Con los lentes puestos, el 23-N se parece a un laberinto inextricable. Un laberinto incómodo y nada complaciente con las partes, un laberinto que nos devuelve la imagen de nuestra profunda complejidad sociopolítica, con tantas puertas de entradas como salidas, con tantos callejones y caminos bloqueados. Nos devuelve un país que a pesar de la nueva geometría del poder, no puede escribirse en clave dorada de triunfo abrumador ni en la luctuosa caligrafía de la derrota contundente. Hay constancias y reiteraciones más allá de la algarabía.

A pesar de que cada bando se quedó corto en sus aspiraciones, nadie puede decir que alguien salió demasiado mal parado de la batalla. Si fuera un plebiscito, como se ha analizado este ciclo electoral, podríamos hablar con cifras en mano: 5.436.014 personas votaron por los candidatos del PSUV y sólo 4.550.174 votaron por la unidad opositora, es decir, el chavismo le sacó 885.840 votos a la oposición en todo el país. Ambas cifras hablan de un incremento con respecto a los resultados del 2-D, ligerísimo en el caso opositor, importantísimo en el caso del chavismo. Esto habla de un nuevo ciclo de politización en Venezuela que es menos ruidoso pero más efectivo y elocuente. La aparente desmovilización no era indiferencia, ya lo dijimos.

Hay más que analizar: el 23-N sin duda nos devuelve a un país atrapado en sus abismos históricos, abismos que se expresan una vez más en la polarización de lo urbano-moderno con lo provincial-campesino (17 gobernaciones rojas de estados emergentes frente a 5 de la oposición que representan el núcleo urbanizado y económico-comercial más avanzado del país).

También con estas elecciones vuelve a emerger la polarización interna a los estados y a las ciudades entre barrio y ciudad formal y entre clases sociales, como sucedió en Petare con sus abiertas diferencias entre el Petare sur y norte (barrio arriba) con respecto a las urbanizaciones consolidadas del municipio. Esto da pie para seguir analizando nuestra conflictividad sociopolítica en tres planos diferentes: la lucha de clases, el antagonismo entre barbarie y civilización y la tensión entre lo urbano y lo agrario industrial. La gobernación de Miranda es un excelente ejemplo de todo esto: Capriles Radonsky gana con el apoyo irrestricto y masivo de apenas 5 de los 21 municipios del estado (Chacao, El Hatillo, Baruta, Carrizales y Sucre) y pierde en municipios más populares y “rurales” como Los Teques, los de la costa barloventeña y el Tuy. Otro buen ejemplo es Carabobo, donde la oposición gana la gobernación pero pierde las dos alcaldías más importantes de la ciudad.


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Conclusiones rápidas y primeras:
1-Nace un nuevo liderazgo político con el PSUV, la organización política naciente que desarrolló una estrategia electoral que logró movilizar en alto grado a simpatizantes y militantes de manera tal que el chavismo aumentó su participación en más de un millón de votos con respecto al 2-D (5.436.014 frente a 4.379.392). Eso también significa que si Chávez fue el gran perdedor de la Reforma, porque personalizó la campaña, esta vez es el gran ganador en términos absolutos. La oposición, en los mismo términos, apenas pudo incrementar en 40.000 votos su caudal.

2.-17 gobernaciones ganadas con tan amplio margen de ventaja hablan sin duda de un nuevo tiempo para la política local, la política de lo cotidiano en el chavismo (una cosa que no estaba nada clara hasta ahora). Si no se toma en cuenta que esta repolitización no es sólo un producto de Chávez sino también es el resultado de un proceso de participación de las bases militantes del PSUV, perdemos la posibilidad de darle el carácter definitivamente autónomo y emergente que debe tener esta fase del proceso: nuevos liderazgos y nuevas experiencias de gestión pueden contribuir a ampliar la práctica gubernamental e institucional camino al socialismo del siglo XXI.

3- La normalización de la oposición dentro de la estructura del Estado finalmente se ha dado. La oposición no sólo ganó en 5 estados clave por su número de población, por su potencial económico y por su fuerza comercial. Ganó también en los estados con mayor cobertura e incidencia mediática. La oposición gana un espacio político considerable que en Caracas, por ejemplo, obligará a nuevas luchas, resistencias, reacomodos y defensas ciudadanas de todo tipo. Recuérdese que los poderes centrales están en la capital, y los poderes mediáticos también. Así que veremos en estos años una nueva conflictividad Gobierno-Medios encarnada en la los cuatro jinetes opositores: Radonsky, Ledezma, Ocariz y Blyde.

4.-En estos procesos hegemónicos y contrahegemónicos, como el que vive Venezuela desde hace 10 años, ningún espacio está ganado de antemano ni ningún líder político puede darse por muerto, ni tampoco por eternamente vivo. Esa es la única manera de entender cómo se vuelven a ganar espacios que parecían perdidos y se pierden espacios que duelen hasta el alma: el chavismo logró recuperar estados que parecían perdidos de antemano como Sucre, Mérida, Guárico, Yaracuy y Aragua, y perdió en lugares que parecían cantados, como la Alcaldía Mayor, el municipio Sucre y la gobernación de Miranda. En política, aparte de que resucitan dinosaurios extinguidos hace 100 mil años, como es el caso de Antonio Ledezma, también se castiga la indolencia, la indiferencia, el burocratismo de los alcaldes chavistas y en definitiva a la derecha endógena, como la de Diosdado Cabello. Nos desentendemos de ese Frankestein vestido de Guardia Nacional llamado Acosta Carles, pero regresa la rancia oligarquía de apellido y caballos en la siempre histérica Carabobo, incapaz en estas elecciones de ofrecer nuevos y sólidos liderazgos en ambos lados (no es sólo un mal opositor, ojo). En fin, en el mundo de la política cualquier freaks puede llegar a ser rey, y viceversa.

5.- Como caraqueño, veré sobretodo en mi barrio el envalentonamiento de la oposición, sus nuevas vanidades ganadas a pulso en una Caracas perdida en el marasmo y la indiferencia. Por los momentos, me tengo que calar que mi vecina ahora grite con más insistencia y más gañote frente a mi balcón: ¡se jodieron, comunistas de mierda!

Ay, ¿qué se estará diciendo en los exquisitos cafés de Los Palos Grandes?

20 de noviembre de 2008

A contracorriente

23-N: La rebelión de las formas

Este texto apareció esta semana en la revista Poder, que dirige Alfredo Meza. Una publicación nueva, franquicia de la versión mexicana Poder & Negocios. Alfredo tuvo la gentileza de invitarme a desarrollar una columna política allí, y este es el primer ensayo. El texto se escribió hace unas semanas, cuando la campaña electoral aún no había entrado en su fase definitiva. No obstante, sigo pensando que asistimos a la elección menos “movilizada” de todas las que hemos tenido desde 1999. La derrota del chavismo el 2-D y la parálisis crónica de la oposición han provocado cierto recalentamiento en la calle, algo “del empoderamiento” de otros tiempos no ha podido recuperarse más. ¿Un nuevo ciclo en la política venezolana?

Hay que asumir este tiempo -opaco e impredecible- sin complejos. Hay que asumirlo con fascinación, incluso, como aquel narrador de Carpentier que veía cosas nuevas en el monumental paisaje de la Gran Sabana. El escritor cubano, en un texto maravilloso de 1948, usó una frase hoy memorable para describir un espacio imposible de racionalizar y de ordenar. Llamó a ese fenómeno de incomprensión y abundancia de datos naturales y primigenios la revelación de las formas. La selva, decía Carpentier, genera una impresión parecida a la que tuvo el primer hombre ante el paisaje del Génesis, ante la eclosión creadora que produjo el mundo cristiano.

Algo de ese paisaje arrollador e impredecible de la Gran Sabana es extrapolable a la realidad política de hoy. Si la naturaleza virgen era el lugar reservado en aquella época para describir el caos, en el siglo XXI ese lugar está reservado nada más y nada menos que a la Sociedad, al Estado y a la Economía. A los asuntos propios de los hombres.

De nada sirve repetir fórmulas y quedarse pegado en prédicas gastadas. Especular, después del 15 de septiembre, tiene una pésima prensa. A los que se la pasan desde hace años anunciando revolcones electorales, palizas y demás fenómenos de “emancipación” opositora, hay que recordarles lo que le pasó a Morgan Stanley, JP Morgan Chase y Merryl Lynch, entidades que tenían 10 años poniendo la espada del “riesgo” sobre nuestra economía y fueron a parar al pipote de las empresas quebradas.

Un poco de prudencia –y fascinación, como digo- para analizar fenómenos que no se pueden predecir en este momento, fenómenos que se comportan como una auténtica revelación de las formas. Vivimos en un mundo en constante deslave, donde todas las arquitecturas fiables del pasado han venido cayendo vertiginosamente, entre ellas la última de las religiones que produjo el hombre secular: la mano invisible del mercado, la flexibilización de las economías, la autonomía de poderes y demás sandeces neoliberales.

Hay que aceptar, también, la creciente confusión que se ha producido entre lo local y lo global, de manera que ya es imposible distinguir cuáles son nuestros problemas concretos y cuáles los problemas nacionales e internacionales en los que estamos inmiscuidos. La caída de las bolsas genera despidos en recónditos lugares del mundo; los republicanos usan a Chávez como expediente para debilitar a Obama en la campaña nacional por la presidencia; una asamblea de la SIP en Madrid sirve para lanzar un misil trasatlántico a Venezuela; los rusos remontan el planeta por mar y traen una flota poderosa a nuestras costas; en un pueblo como Anaco, digamos, se discute si hay que votar en las elecciones de noviembre contra el imperialismo norteamericano; y en un exquisito café de Los Palos Grandes se dice que debemos votar, una vez más, contra el totalitarismo y la dictadura roja.

Las necesidades concretas se han hecho un problema universal y los efectos globales se sienten en nuestras calles. Esas contradicciones son bienvenidas en la era de los reacomodos, los cambios y las transiciones. Hay que asumir este tiempo sin complejos, aceptando todos los cortocircuitos. Eso sí, hay que tejer fino, en la medida de lo posible, para que las emboscadas mediáticas y las corrientes de opinión prefabricadas no sigan abultando las cuentas y la confusión.

Noviembre inaugura un ciclo en la política venezolana. Llegamos a las elecciones bajo la más profunda desmovilización desde la primavera de 2002. Los bandos no tienen expresión de calle, nadie ha podido hacer una contundente demostración de fuerza. Otrora, la escala de las mayorías cabía en la Avenida Bolívar, ahora las imágenes multitudinarias se construyen en el Poliedro o en la Plaza de Toros de Maracaibo.

Al chavismo le hizo un daño tremendo la derrota del 2-D, por los efectos de desmoralización y de “relajamiento” que se ha producido en la militancia del proceso. A eso se suma el hecho de que el oficialismo ha pasado años pagando y dándose el vuelto en casi todos los niveles de la Administración Pública, local y nacional. A la oposición, por el contrario, le está pasando factura, otra vez, el hecho de que no ha organizado nada más allá de los estudios de Globovisión. La oposición no tiene proyectos concretos, salvo aisladas excepciones, y sigue viviendo de la pantalla y de la resistencia televisiva a las iniciativas de Chávez. Hay desgaste y desmoralización, por un lado, y parálisis y show por el otro.

No hay que confundirse, sin embargo: en la Venezuela del siglo XXI la desmovilización no significa indiferencia. Este nuevo ciclo político se caracteriza porque no es fácil detectar la voluntad política en la epidermis del Metro, de los carritos, en las colas de las farmacias, en los encuentros Mercal. Se ha perdido la opinión espontánea. Eventos mediáticos como el Maletín y el Magnicidio han tenido un efecto, a lo sumo, tipo ántrax: gaseoso e insospechado.

Nadie puede saber con exactitud cómo será el mapa político después del 23-N. Quizá se produzca una rebelión de las formas, por parafrasear a Carpentier, y otros rostros aparezcan en el poder, líderes para los próximos años. El 23-N, paradójicamente a la desmovilización y al “silencio” del electorado, tiene una importancia fundamental en la dramaturgia de los cambios y los reacomodos: está en juego la normalización de la oposición dentro de la estructura del Estado, y está en juego el futuro del Psuv como organización política de la Revolución. Está en juego, para más señas, el horizonte mismo de la política: el 2012 y la consistencia del proceso bolivariano.

6 de noviembre de 2008

Miedo al no sé qué

Tiene miedo de la sombra y miedo de la luz,
tiene miedo de pedir y miedo de callar,
tiene miedo de subir y miedo de bajar,
tiene miedo de escupir y miedo de aguantar
Lenine y Julieta Venegas




El terror se siente por varias arterias de la ciudad, se expande y se detiene como una sombra grande y ominosa sobre quintas y urbanizaciones. Crece en las oficinas del municipio Chacao, en los cafés de Los Palos Grandes, dentro de los carros como una nube de dióxido de carbono, asfixiando a la gente entre palpitaciones y corazonadas. Se deja oír en las emisoras de radio como un murmullo infatigable, sale en televisión en horas pico y toma los muros del féisbu, donde rebota frenéticamente por todos lados. En estos tiempos la tensión arterial escala y la depresión se asoma como una amigdalitis putrefacta.



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Eso te tiene esta nueva fase del miedo: no se puede contener, no se puede reprimir. Se manifiesta todo el tiempo, como un tic. Te sientes una marioneta que alguien gobierna desde un lugar invisible. Es un miedo que no tiene causa precisa, un miedo que, apenas empiezas a meditar, se llena compulsivamente de preguntas, de supersticiones, de excusas, de un sinfín de baratijas chinas. Ése es el peor de los miedos, sin duda: el miedo al no sé qué.

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Un miedo que en política, por cierto, se parece a Chávez en la mañana, a Chávez al mediodía, a Chávez en la tarde, a Evo en el horario de las telenovelas, al espectro de Fidel al día siguiente, a Rafael Correa cuando le da por defenderse de Uribe, a Fernando Lugo por asomar una nueva Constituyente. Se parece, durante el tiempo de propagandas, a la Cristina cuando nacionaliza los fondos de pensión. Es un miedo al Estado de sitio, al desequilibrio de poderes, a VTV con su menos de 10% de audiencia. Eso también te tiene el miedo, que se parece mucho a una película de Hichtcock: mientras juras que un indio totalitario es el culpable de todos tus males, la platica que tenías en un banco gringo desaparece sin que sepas quién fue el malandro que te secó los bolsillos. Es un miedo, por cierto, que no se puede registrar en las encuestas, y que nada tiene que ver con nuestros titánicos índices de inseguridad barrial.




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El último rostro de ese miedo al no sé qué lo ha despertado un negro de raíces keynianas, un negro que tiene por segundo nombre Hussein y que acaba de ganar, nada más y nada menos, que la presidencia del Imperio con tantos votos como los que obtuvo J.F. Kennedy en una época, hay que aclararlo, bien pop y donde los negros salían menos en los periódicos que un consejo comunal en El Universal. Ese negro del que hablamos sintetizó su oferta electoral en una frase clara y precisa: yes, we can, para hablar de algo que el mundo ha empezado a digerir como la llegada de un Orbis Tertius. Obama es, pues, la última de las expresiones del miedo al no sé qué: en el último tramo de la campaña, incluso, fue acusado hasta de socialista. Válgame Dios, qué pensará el comandante.

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Esta época de terror muy al estilo del siglo XXI, muy de derrumbe de paradigmas, de caída de bolsas, de aparición de nuevos movimientos políticos y sociales, de nuevas voces y liderazgos, no es un miedo similar a los de antes. La barajita, en este caso, pocos la tenían. No es un miedo a los marcianos, mucho menos a las invasiones extraterrestres, aunque ya hay quienes dicen que desde el satélite Simón Bolívar nos están espiando (Directv dixit). Tampoco es una onda de uranio que circula por allí. No es la trama de una película truculenta de Night Shyamalan. Este terror no ha sido aún codificado por los cineastas de Hollywood, y eso, por supuesto, da más terror todavía, porque parece un miedo nuevo todos los días, a toda hora, con nuevos rostros y nuevas imágenes. El último es Obama, con sus aires de presidente de las minorías largamente despreciadas.





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Hay los que, por supuesto, sienten que hay una maniobra secreta en marcha, una complicidad negruna, india, musulmana, es decir, una alianza de la escoria planetaria que quiere ponerle las manos, definitivamente y para siempre, a nuestros apartamentos en la playa, a nuestras vaciones en Orlando, a nuestros viajecitos a Panamá, a nuestras naves con aire acondicionado.



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Los astros que mueven las mareas en estos tiempos andan en una de discurso salvaje, para parafrasear a Briceño Guerrero, y seguro que más de uno de los atildados de la Academia Nacional de la Historia ya debe estar analizando en plan de 2-D (pero para el 4-N) si el artículo 350 también es aplicable a la globalización tal y como se está desarrollando, con ese poco de sambos gobernando aquí y acullá.

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Hay gente que siente –dolaritos perdidos previamente en las bolsas y con el cupo de viajes fuera de límite- que una pava insalvable ha caído sobre las espaldas de los seres productivos, responsables y ejemplares que somos. Hay quienes piensan que la perspectiva del 2021 puede ser más larga, más extendida. Que la idea del cataclismo y de la descomposición nos acompañará hasta el fin de los tiempos, hasta la parcelita comprada en el Cementerio del Este. Qué miedo, hermano.

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Al que quiera sobreponerse a esa ley del terror, y somos muchos no lo olviden, hay que informarles que Borges nos espera en un hotelito de Adrogué para que le sigamos dando indicios del Orbis Tertius. Hay que documentarlo todo, antes de que el aymara sea la lengua universal y los negros de Kenya sean gente más importante y más chic que un yuppi de wall street en vías de extinción.

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Borges nos espera ciego, como siempre. Ciego y con una sonrisa esbozada en sus labios. Apenas alcanza a ver una pálida mancha amarilla, el crepúsculo de un mundo que se va. Que se fue. Lo mira sin nostalgias, para un ciego no cabe la nostalgia. Nos dice con su silencio elocuente y su apacible actitud que no podemos descansar en la tarea delirante de garabatear o taquigrafiar la tremenda revelación de las formas en la que el mundo se encuentra… Yes, we can



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Y todo esto porque un negro llegó a la Casa Blanca y lo celebran en Miraflores. Ay, compadre, lo que falta

21 de octubre de 2008

Apuntes para un manifiesto generacional

Del Muro de Berlín al crack del siglo XXI



Vivimos tiempos muy interesantes. Me incluyo en una generación que parecía, en principio, enfrentarse a problemas más livianos y menos peligrosos que la Guerra Fría y la disuasión atómica. Una generación que trataba de esquivar los dogmatismos y los razonamientos binarios. Una generación que a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín, imaginó un mundo reconciliado, una comunidad global que debía recorrerse con paquetes turísticos y con viajes seguros y siderales a través de la televisión por cable.


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Pertenezco a una generación que empleaba soluciones más personales y heterodoxas a los problemas cotidianos, soluciones de baja intensidad que no estaban guiadas por principios maximalistas y éticas reduccionistas. Somos una generación que le interesaba más el pragmatismo, e incluso la rebeldía. Claro, sin enemigos poderosos que enfrentar la rebeldía se convierte en look, en ademán, en subcultura, en esteticismo, en juego. Sí, definitivamente somos una generación más lúdica que el funcionariato de la KGB o de la CIA de entonces. Nuestra rebeldía de baja intensidad se parecía más a esa máxima kantiana que profesa “haz todo lo que quieras, pero no dejes de obedecer”.

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La ideología tenía pésima prensa en esos años (Fukuyama dixit), pensábamos que las cosas debían ser cada vez más concretas, espontáneas e inspiradas. Que la vida no necesitaba razonamientos abstractos y mucho menos ideas a priori o preestablecidas que guiaran nuestras acciones. Creíamos que la vida, así como venía -al natural- tenía un potencial insuperable para la acción cotidiana. No en vano, habría que repensar a Eudomar Santos, el personaje de Por estas calles, a la luz no de nuestra idiosincrasia castigada una y otra vez, sino a la luz del clima general de los años 90: “como vaya viniendo vamos viendo”.


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Después de 1989 el mundo parecía abierto a un sinfín de posibilidades. Una vez que nos despedimos del pesado legado del “socialismo realmente existente”, de la herencia soviética y del oscuro capítulo estalinista, quedamos convencidos de que el único horizonte para pensar el asunto de los hombres era la globalización neoliberal, el multiculturalismo, la Carta de los Derechos Humanos y la democracia representativa. Una cadena de relaciones que hace hincapié exclusivamente en las diferencias, en los aspectos defensivos y conservadores del individuo (ahora entendemos mejor: era Ideología de la más dura y pura).

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Al cabo de un tiempo, a pocos años de haberse instaurado el reinado de la flexibilización de las economías y de la expansión del mercado a todos los rincones del planeta, empezaron a verse las costuras, los remiendos, los huecos de ese enfebrecido sentimiento de la globalización. Las intensas migraciones de los pobres hacia los países ricos, las profundas exclusiones que la economía mundial ejercía sobre vastos sectores de la población, el debilitamiento vertiginoso de los estados nacionales, la inoperancia de los foros internacionales, la proliferación de guerras civiles e invasiones inconsultas produjo un escenario complejo e ideal para una repolitización.
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Esta nueva politización pasa por un cierto abandono de las posturas individuales y personales, por un abandono de los esquemas teóricos tradicionales, por las fórmulas y arquitecturas del pasado. Es un fenómeno espontáneo, eruptivo, en el cual las izquierdas tradicionales, la de los manuales y los elitismos teóricos no tiene ya nada que decir. La repolitización es escándalo, es desborde, es fuerza instituyente, es acontecimiento y ruptura.


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La repolitización pasa por un cierto reconocimiento de que los problemas míos son similares a los de mis vecinos, a los de mi comunidad, a los de mi raza, sexo o país. Esa nueva condición abre el espacio para que aparezcan nuevos imaginarios y otra izquierda guiada por luchas globales y por demandas concretas, desde abajo (no desde arriba). El nuevo ciclo planetario está exigiendo reconsiderar las alternativas a la luz de problemas graves e imperiosos (¡qué palabra tan odiosa para mi generación!), problemas que empiezan a “contaminar” drásticamente el paisaje social: explosión de una economía de la supervivencia, aumento de la violencia urbana, incremento de las desigualdades, de la entropía y consolidación de verdaderos guetos de marginalidad y miseria “casi sin esperanzas y sin retorno” (Giorgio Agamben los compara con auténticos campos de concentración nazi).

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Con esos fenómenos de marginación aparece también su doble ideológico, la contratara del status quo: el racismo, la indolencia hacia el Otro, el miedo a perder privilegios, el rechazo a las formas de politización que se están creando a partir de necesidades de vida, de inclusión y de representación. Este período histórico que podemos ubicar a partir de 1989 puede apreciarse bien en una frase del sociólogo alemán Ulrich Beck, quien se dio a la tarea de celebrar esta nueva condición planetaria, de máximo individualismo con máxima globalización: “al individuo se le exige cotidianamente que resuelva problemas que son sistémicos”. Yo agregaría: “el individuo considera que todos sus éxitos son personales, jamás sistémicos”.


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Un sector del planeta, imbuido en esta profunda “personalización”, no comprende la dimensión política que ya se encuentra en curso: o desconoce los problemas sistémicos, y le angustia no poder resolverlos de manera personal; o desconoce cualquier política sistémica exitosa, porque los triunfos son siempre de él (de su esfuerzo, de su competitividad, de su capacidad y versatilidad).

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¿Qué se pierde en todo esto? Se pierde la política, el sentido del conjunto, la posibilidad de igualdad de unos con otros, la posibilidad de reorganizar el Estado perdido con sentido público. Aparece en nuestras sociedades esa polarización profunda que el nuevo presidente de Paraguay, Fernando Lugo, describió de manera inmejorable: “Me niego a gobernar un país que se acuesta con hambre y otro país que se acuesta con miedo”.

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Con el crack del siglo XXI, con la crisis de las bolsas se cierra el ciclo de “personalización” de la globalización neoliberal y se abre una agenda política que no escatima en demandas sociales y en intervenciones estatales con fines distributivos. Se abre una nueva constelación política marcada por una repotenciación de lo que se perdió en el camino durante los años seductores del individualismo: la idea de un Estado regulador de las diferencias y de las desigualdades. Un Estado protector de los más desposeídos. Un Estado con capacidad de legislar y de doblegar los más poderosos intereses de las trasnacionales y de las entidades financieras internacionales. Un Estado que pueda defender los intereses de la gente ante la “salvaje” demanda de la globalización.

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Asistimos a un parto definitivo, a un deslinde entre lo político y lo económico. Asistimos al eclipse del Estado Empresarial que se instauró con los años dorados del libre mercado y asistimos a la aparición de un Estado Político, soberano, capaz de emprender planes e intervenciones a largo plazo, en compañía de otros Estados (la creciente experiencia multilateral que se está dando en América Latina es un buen ejemplo de las nuevas travesías que el Estado puede emprender en el siglo XXI).

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Si 1989 cerró el ciclo de los totalitarismos, el 15 de septiembre de 2008 cierra el ciclo del máximo individualismo. Entre una fecha y otra, entre una era y otra se abre un espacio para pensar la política de otro modo. Debemos comprender que este tiempo es el tiempo para recuperar la imaginación y volver a pensar los trayectos de la sociedad en su conjunto, estableciendo nuevas relaciones entre comunidad e individuo, relaciones que nunca serán armónicas, nunca serán estables, lo sabemos desde que Freud habló del malestar fundamental del hombre en sociedad. Pero ese malestar es exactamente la cantera, el pozo petrolero mismo de la política. Es allí donde la política gana sus espacios y logra dar forma a la comunidad y al individuo. Hay enormes aprendizajes, hay deudas infinitas, fascinantes retos.

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Mientras el nuevo ciclo planetario avanza (la creciente politización de los espacios), la clase media norteamericana, asediada por las hipotecas, por los desalojos y las deudas, en vez de organizarse en conjunto contra el Capital, opta por el suicidio en olas. Esa es la dolorosa expresión de la profunda “personalización” de los problemas sistémicos. No hay responsables, el sistema global es invisible, no tiene culpables salvo Bush, un presidente monigote y dado al salvataje de los banqueros. La pregunta clave en estos tiempos sería: ¿Cuándo aparecerán las primeras imágenes de las iras sociales primermundistas por esta debacle anunciada?




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¡Bienvenidos al siglo XXI!

7 de octubre de 2008

Hacerse el sueco, un valor en la política


Hace un año exactamente estuve en Suecia invitado por la Fundación Fojo, una institución que tiene su sede en un bellísimo pueblo llamado Kalmar, al sur de Estocolmo. Fojo realiza anualmente seminarios sobre Periodismo y Democracia, y lo hace no sólo para mejorar el desempeño de los periodistas del continente, sino también (y sobre todo) para conocer de primera mano esa dimensión transformadora, violenta o de “revelación de las formas” que hay en nuestros países (por llamar de algún modo carpenteriano a nuestra informalidad instituyente). Pronto llegará a Venezuela un libro que reúne ensayos, crónicas y reportajes hechos a partir de esta experiencia. La llegada del otoño, con colores que sólo los suecos pueden producir, y la realización del tercer seminario allá en Kalmar, me hicieron recuperar este texto escrito, a manera de crónica, en medio de la extraña anomalía sueca, esa que para nosotros se traduce en la perfección de lo razonable y lo racionalizable. Si algo saben los suecos es de política, y también de su doble: saben, llegado el caso, hacerse los suecos


La situación ocurrió en medio de una larga noche salpicada de vinos, cervezas y pisco. Como suele suceder en estos casos, las cosas trascendentales aparecen en momentos catárticos, cuando la gente deja ver su espíritu dionisíaco y se entrega sin reparos a las bacanales.

Era la segunda noche que pasaba un grupo de periodistas latinoamericanos en un campus universitario muy cerca del centro de la ciudad de Kalmar, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Estocolmo. Ya se sabe cómo son estos encuentros: aunque nos hacemos llamar latinoamericanos con el pecho hendido por el espíritu de la unidad, basta que nos juntemos en medio de un otoñal bosque nórdico, por ejemplo, para que afloren las tremendas diferencias que tenemos, las múltiples jergas, los imaginarios contrapuestos.

Ni una sola canción pudimos cantar juntos esa noche. Qué diferentes somos en realidad, cada quien con patrimonios diversos y retazos culturales diferentes. Pero cuando más rotos nos sentíamos, alguien bromeó con el dicho de hacerse el sueco. No lo podíamos creer, finalmente había aparecido, entre risas, la frase unánime, la frase que nos hacía cómplices a todos. Habíamos encontrado una extraña forma de identidad, hablando no de nosotros mismos sino de los otros, de nuestros anfitriones.


Identidad y diferencia
A la mañana siguiente, con la resaca y las pocas horas de sueño encima, entendí que la identidad no se construye con capital propio, siempre necesita algunos espejos y sobre todo el rostro enigmático de los otros. La ganancia no radicaba en burlarnos de nuestros anfitriones. Por el contrario, había una gran ironía en lo que nos había sucedido.

La frase hacerse el sueco no tenía nada que ver con los suecos sino con nosotros mismos. Ellos son exactamente lo contrario. Son tan puntuales como el filo de una navaja, son tan organizados como el corazón de un reloj suizo, su democracia es tan perfecta y funcional como una mesa de Ikea y administran hasta la exasperación su sentido de la prudencia y del equilibrio, así que no se les va la vida en peleas nimias. Han aprendido a pensar en una sauna, más allá de la contingencia.


Entendimos que una cosa es ser sueco, eso que se formó en Escandinavia y que los expertos le atribuyen, históricamente, una extraña cualidad que convierte la anomalía en regla (la regla democrática, del consenso y del equilibrio de poderes, de las formas de representación y del sano contrapeso entre Estado, Sociedad Civil y Capital) y otra muy diferente es ser latinoamericano: esa sucesión de actos fallidos, esa manera de aniquilarnos por golpes militares e ideologías, esa forma de sobreestimar la oralidad y el carisma, eso de resistirse al orden a punta de comedias y melodramas. Entendimos en un mes lleno de matices y de variantes ocres y naranjas suspendidas en los árboles, que el mundo se divide entre los que son suecos y los que se hacen los suecos.


El modelo y sus ironías
Las intuiciones son fundamentales, pero hay que tener la paciencia y la voluntad para mirar más allá de las primeras impresiones. Mario Vargas Llosa dice que hacerse el sueco es fingir no ver, no enterarse de algo para evitar una incomodidad. Es irse por la tangente, brincar en medio del candelero. La frase describe la cualidad para evitar que un trauma te consuma o te deje atrapado para siempre en sus entrañas. Quizá por eso los suecos hacen tanto hincapié en la soluciones de las mayorías y en la fórmula del consenso, donde todos ganan y nadie pierde.

El diputado liberal de origen chileno –pero sueco- Mauricio Rojas subraya otra característica de la sofisticadísima alma sueca: su pragmatismo. Su manera de no quedar prendado a los principios o a las valoraciones morales. “El sueco tiene una enorme capacidad para ignorar los conflictos que pueden dividir a su comunidad. El sueco piensa dos veces lo que va a decir”. E incluso, suelen adoptar dos posturas, la oficial y la "extra oficial", es decir, adoptan una posición de principios y a la vez una posición práctica, que muchas veces no coinciden. Los suecos pregonan la paz en todos los foros internacionales, pero venden armas y apoyan la invasión norteamericana en Irak. Los suecos surtieron a los nazis del acero que necesitaban para fabricar sus aviones, pero jamás se consideraron aliados como tales de Hitler, así que la II Guerra Mundial no pasó por sus fronteras y salieron "incolumes" de la guerra. Los suecos eran adelantadísimos en materia de derechos al refugiado de guerra, pero actualmente dictan la pauta en toda Europa con sentencias que desmienten una guerra en Irak y por ende la condición de refugiados a los tantos iraquíes que huyen de la invasión. En fin, han desarrollado una extraña sabiduría. Mejor dicho, una doble sabiduría: la de ser suecos y la de hacerse los suecos.

En fin, después de estar tres semanas en Suecia, las identidades se habían desdibujado. No sabíamos exactamente quiénes eran los suecos y quiénes se hacen los suecos. La globalización ha nivelado en buena medida nuestros mundos, ahora tenemos problemas comunes: exclusión, intolerancia, fundamentalismo, desequilibrio de poderes… Problemas a los que es difícil hacerse el sueco. Aún así pensé que la frase sigue siendo una valiosa herramienta para la convivencia, una manera de hacer que la soga no te ahorque y que la comunidad, por más heridas internas que tenga, siempre se haga camino.

Hacerse el sueco nos recuerda que nuestros grandes conflictos no tienen solución inmediata y que hay que replantearse profundamente el tema de la democracia, más allá de las fórmulas y las arquitecturas prefabricadas. Con las tantas histerias mediáticas y las agendas prefabricadas hay que aprender a hacerse el sueco, aprender a distinguir lo fundamental de la espuma y de las mareas. Definitivamente hay que saber cuándo hacerse el sueco y cuándo dárselas de sueco. Allí radica la gran sabiduría nórdica. Parece lo mismo, pero no es igual. Esa es la principal fórmula de exportación que han inventado nuestros amigos suecos.

22 de septiembre de 2008

Falsificadores y comunistas




Pude ver el pasado fin de semana la estupenda película Los falsificadores, del director Stefan Ruzowitzky. Está basada en la increíble y polémica historia de un falsificador judío de origen ruso, Salomón Smolianoff, que fue reclutado por los nazis en las calles de Berlín durante los años 30, para reproducir títulos de libras esterlinas y dólares falsos en unos de los pabellones privilegiados del campo de exterminio de Sachsenhausen. La idea nazi era básicamente reclutar a un grupo de expertos falsificadores que pudieran crear moneda y con ello penetrar y debilitar el sistema financiero de los países aliados. La operación se le llamó Bernhard (no por el gran escritor austriaco Thomás Bernhard, por demás algo nazi en aquella época, sino por su creador Bernhard Krueger, miembro del alto mando de la SS).
La película es una versión de un libro homónimo que se convirtió rápidamente en un bestseller con connotaciones claramente periodísticas, escrito por Lawrence Malkin. La historia de Salomón Smolianoff es en realidad la historia de un grupo de judíos encerrados en los pabellones 18 y 19, supervivientes todos de otros campos de concentración gracias a que tenían virtudes muy específicas. A este grupo no le quedó otra alternativa que “trabajar” para los intereses nazis. Y ese es precisamente el tema de fondo de esta película galardonada con el Oscar como Mejor Película Extranjera: explorar en la vida de unos seres que no tienen “otra alternativa”. La siempre espinosa “elección forzada”, y las connotaciones éticas que tiene, está muy bien tratada aquí, y permite reflexionar sobre algunos tópicos absolutamente contemporáneos.

La Zona Gris
1.-Es bien conocida la herida que dejó entre los supervivientes judíos de los campos de concentración el hecho de que algunos de los reclusos se prestaran de manera rastrera a los mandamientos nazis, para salvar su vida o para demorar su muerte lo más posible, mandamientos que estaban dirigidos contra sus propios compañeros. Eso está bien documentado en la literatura de los supervivientes, especialmente en los libros de Primo Levi: esa Zona Gris compuesta por lo que se llamó Sonderkommandos, unidades judías que dirigían internamente los pabellones y aplicaban la violencia contra sus propios compañeros políticos, de raza y de religión. E incluso se encargaban de hacer el trabajo sucio: atizaban los hornos con los muertos, metían a los enfermos terminales en las cámaras de gas, le sacaban los dientes de oro a martillazos. Analistas y expertos afirman que la industria del extermino no hubiera sido posible sin que apareciera, en medio de la opresión y la crueldad máximas, esta especie de humanidad de la zona gris. Ellos hicieron posible que los nazis no hicieran directamente el trabajo. Esto se puede apreciar bien en una de las primeras escenas de la película, cuando transportan al protagonista (Sorovitch) al interior del campo de Mathausen, donde aparece un judío golpeando a cachiporrazo limpio a otro judío en medio de la nieve.





El Antihéroe
2.-Los falsificadores toca de manera directa el espinoso tema de la Zona Gris, hace visible una herida judía incurable: la de los millones de hombres que murieron como perros y los pocos que se salvaron por alguna virtud, por alguna viveza, por algún instinto gatopardo (como piezas de la máquina de exterminio nazi). De allí que la historia de este falsificador sea contada, cosa que es un acierto, a la manera de un antihéroe: nunca sabe uno si alegrarse por su manera de sobrevivir en los campos, o por la manera como se convirtió en una grotesca ironía para los que tuvieron la suerte de sobrevivir a la muerte y a las penurias. Ninguna consesión a Hollywood en este sentido, por más mujer con tango de fondo que entretenga al falsificador en un hermoso amanecer a la orilla del mar, en Montecarlo.





El malandro y su Ley
3.-Salomón Sorovitch (el personaje protagónico de la película) es un clásico falsificador. Esto es, un hombre acostumbrado a conocer demasiado bien la Ley para poderla transgredir y violar, para crear su propia Ley. Si Sorovitch fue eso antes de la maquinaria nazi de exterminio, la pregunta obvia es cómo se iba a comportar en el encierro y ante la escabrosa Ley que se erigió en los campos de concentración. Otro acierto de la película: lejos de pensar que un falsificador no tiene normas éticas, hay que pensarlas bajo la luz de la relación entre el delincuente y el oprimido. En esa doble relación aparece un hombre de un complejidad tal, que no puede reducirse a los estereotipos. Sorovitch puede odiar al comunista por su romanticismo, por sus principios que no conducen a la supervivencia, pero también odia, e incluso puede llegar a matar, a los típicos rastreros débiles y cobardes, a los traidores por naturaleza. Definitivamente, a Sorovitch hay que mirarlo con el lente -se me ocurre- de Brecht, un gran autor de la época: con esa fascinación por el delincuente y su potencial revolucionario.

El testimonio comunista
4.-Hay que tomar en cuenta que esta historia se hizo posible porque uno de los miembros del equipo que falsificaba títulos y billetes decidió escribir el testimonio. Su nombre real es Adolf Burger, paradójicamente el comunista que con sus férreros principios se convirtió en un muro de resistencia impenetrable ante las demandas de los nazis, de sus propios compañeros y del líder del grupo, el falsificador Sorovitch. Burger no sólo es, con sus ideales, el contrapeso de la ética práctica de la supervivencia que existe en los pabellones 18 y 19, sino además es por el que se conoce esta historia y adquiere sus verdaderas dimensiones épicas: la película termina explicando que gracias a las resistencias del grupo se pudo retrasar la falsificación del dólar. Esa resistencia la encarna en la película Burger, quien se niega a darle forma definitiva a la gelatina que se necesita para falsificar el dólar. Es Burger quien teme, de ser un activista antinazi, convertirse en productor del dinero que necesitan los alemanes para ganar la Guerra. Posición extrema y sumamente complicada. Es la mirada de Burger, sus lágrimas al final de la película, que muestran no el triunfo de este grupo que se las supo todas para sobrevivir en una verdadera cuerda floja, sino la tragedia que significó salir de los campos con el peso ético de no haber luchado, de no haberse resistido, de no haber muerto como los tantos otros, en las cámaras de gas. Sorprende ver esta reivindicación del prototipo comunista en esta película. Un punto de distinción para los que han confundido una y otra vez en estos tiempos el fascismo con el comunismo.



Una ética rota
5.- No hay historia sin esas paradojas crueles a las que nos enfrenta Los falsificadores: la dualidad entre los pragmáticos -los que si pueden vivir un día más lo harían- y los que con sus principios tratan de intervenir y resistirse a la situación. Lo mejor de esta película es que uno sale de la sala pensando vagamente si la extraña combinación entre el astuto falsificador y el comunista principista ofrece una solución ética y política al tema de la acción en estos tiempos. Porque la película nos plantea una combinación en dosis justas y adecuadas de estos dos prototipos, que enfrentándose, resistiéndose uno al otro, jamás se traicionaron y a la postre lograron el cometido. ¿No es una solución acomodaticia? esta historia no es complaciente de ningún modo. El dilema de la humanidad en el campo de concentración no tiene solución ni fórmula de complemento, de allí que uno llegue a sentir incomodidad, por no decir culpa, de haber participado desde la oscuridad en la operación Bernhard.
Los falsificadores es una película que resitúa de manera precisa los temas que dominaron la primera parte del siglo XX, y no deja casi nada en pie: la intolerancia, el judío, el delincuente, el comunista, el universo ambiguo y perverso de los nazis, el fracaso estalinista, la religión, la ética... Lo interesante y a contracorriente es que Los falsificadores postula que los únicos "triunfadores" de este oscuro capítulo de la historia, fueron un comunista y un falsificador... ¿Por qué? Porque a ambos les interesa profundamente la vida, lo humano, el sentido de grupo, se vuelven, cada uno a su estilo, pastores de ese colectivo.

17 de septiembre de 2008

Cartografiar el poder

El texto tiene tiempo circulando en la Revista Plátano Verde. Lo reproduzco porque el poder (su gestión, su administración, su acumulación, su distribución) se ha convertido en un asunto medular en Venezuela. No sólo por las implicaciones que tiene para el cambio político, sino sobre todo por una severa y maniquea moralización en torno a él, que no permite una discusión y un debate en perspectiva. A veces uno se consigue a unos cuantos ex jerarcas de la cultura estatal (que todos conocemos) estigmatizando a gente porque hoy se encuentra en el poder, y uno se pregunta en torno a la denuncia: ¿lloran y se quejan porque se han quedado en el vacío del sin poder? ¿Tienen el mono del poder? ¿Les dio la pálida? El mercado, por suerte para ellos, los coloca en un lugar privilegiado, tanto como lo tuvieron en otra época dentro del Estado: fundaciones privadas, editoriales extranjeras, medios de comunicación... Más valiente resulta admitir que mucha gente necesita, como la cocaína, el poder para vivir. Mientras tanto, redes alternativas, redes sociales y culturales construyen una senda distinta, un trayecto desde el contrapoder, que escapa en lo posible a las lógicas estatales y mercantiles. Nadie dijo que era fácil la vía... Ahí les va

I

Una cierta maldición china -y además milenaria- nos recuerda que el tiempo que vivimos no debe subestimarse, y que por más que nos parezca un tiempo aburrido, repetitivo o sencillamente terrible, este tiempo, el del presente, es mucho más interesante de lo que parece. Chinos aparte, los que habitamos este pedazo del trópico donde nada se congela y todo está siempre a punto de ebullición, solemos creer que el país, como decía Cabrujas, vive en un eterno campamento: estamos siempre al comienzo de algo, destruyendo lo poco que existe para que aparezca lo nuevo. De metabolismo aceleradísimo, como andar de pits por la autopista, este es un país de ilusiones a doble válvula, de rituales de inicio, de intensos nomadismos, de verbos rimbombantes y mágicos, de figuras sobrehumanas y mitos. País que se ha inventado una manera muy particular de vivir su presente, y sobretodo una manera de conjugarlo: si alguien inventó para el castellano el futuro imperfecto, ése, seguro, debe ser un tipo de por aquí, de Catia o de El Cementerio. Somos un país que hay que aprender a leerlo en clave de futuro imperfecto. Acabamos de acuñar, por ejemplo, esta última: después de la reforma constitucional, marcharemos hacia el socialismo. O su construcción contraria, porque también este es un país de encontrados: después de la reforma, marcharemos hacia el totalitarismo. Tiempos interesantes, definitivamente, porque un país que vive de saltos, de interrupciones, de nuevos comienzos, de atajos, de desbordamientos, de transiciones, de revoluciones y contrarevoluciones, merece muchas instantáneas. Es siempre una instantánea. Una de ellas puede hacerse desde El Poder y sus tantos rostros. Platanoverde quiso adentrarse en eso que los expertos describen como posiciones de dominio, las distintas sedes del poder, las relaciones de fuerza, las variadas técnicas y ficciones que se emplean para someter o influir. Desde el poder y sus distintas cimas y agujeros, quizá entendamos por qué el país es, sobretodo, sus fracturas y sus realidades tan disímiles. Primer consejo de esta travesía: no nos engañemos, si todo cambia, los poderes también; quienes ayer lo tuvieron, hoy ya no lo tienen; los que no lo tenían, ahora lo tienen. No nos engañemos, repito: también existe esa especie no biodegradable que siempre cambia para mantenerse en el poder.

II

Hago una aclaratoria teórica para hablar del poder y sus especies: decía Elías Canetti que para que haya poder tiene que haber dominados. Es decir, el poder es ante todo una relación: alguien manda y alguien obedece, alguien ordena y otros actúan. Durante mucho tiempo, el poder fue considerado en Occidente un cuerpo sólido, centralizado y vertical. Era el centro de la vida de una comunidad, y desde allí vigilaba y castigaba a los súbditos. El poder era una figura de carne y hueso -un rey, un líder, el presidente, un partido- era un lugar o espacio definido -un castillo o una fortaleza, el Estado y sus instituciones- y además gozaba de ciertas propiedades que le servían para intimidar a los dominados: un ejército y los medios de producción. El marxismo vivió de esa clásica arquitectura para hablar de la sociedad que nacía con la Era Industrial. El poder era la historia de una violencia: una fuerza material, ejercida por los propietarios de los medios económicos, construía un Estado para hacer valer sus intereses. Marx hablaba de infraestructura y superestructura para condensar los mecanismos de poder: la economía producía una sociedad de explotados y el Estado le daba una legalidad y legitimidad a esa relación asimétrica. Según la tradición marxista, si se lograba controlar la economía y tomar el Estado, el poder cambiaba de color y de manos. Si bien ese mapa básico puede tener algo de verdad, no es para nada suficiente –pero algo tiene, fíjense cómo cambió el planeta después de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, al poder de la nueva economía y al centro militar del mundo. Pero sin duda, los mecanismos del poder son más sutiles, más complejos y difusos que tomar La Polar y controlar el Ministerio del Interior y Justicia. El poder no sólo es represión y violencia, no es sólo propiedad y centralidad. El poder, más bien, es seducción, productividad, normalización, incitación, técnicas locales de control. El poder no sólo se escribe desde arriba, desde Miraflores, por ejemplo. El poder lo ejercen cotidianamente los azotes de barrio, el tombo, los jefes del buhonerismo, el tipo del moto taxis, el burócrata medio, la secretaria, las mujeres… El poder es una acción específica, es ejercicio de una fuerza sobre otra, es capacidad para afectar a los demás.


III

Pero no hay que engañarse. La lectura de Marx sobre el poder no está equivocada. Si bien es precaria y rígida (el poder es más dinámico, siempre en tránsito, va en una dirección y en otra), todavía sirve para explicar algunos casos tan particulares como el de la Venezuela petrolera del siglo XX. Marx llamaba economía política al ejercicio de describir las dos escenas fundamentales del poder: los medios de producción y el Estado como organización política. Quizá sea el historiador Fernando Coronil quien haya descrito mejor los complejos mecanismos del poder en Venezuela, a partir de la economía política que generó la explotación petrolera. Coronil entiende que ha sido una constante desde la dictadura gocecista amalgamar Riqueza, Estado y Personalismo: “Las bases de los gobiernos del siglo XX se asientan en el régimen de Gómez, con el que comparten la dependencia de la economía petrolera y la extraordinaria personalización del poder del Estado. Fue durante el régimen ‘tradicional’ de Gómez, no obstante, que se tornó posible imaginar Venezuela como una nación petrolera moderna, identificar al gobernante con el Estado y representar al Estado como agente de la modernización”. La cadena que describe Coronil es impecable: si hay fuertes ingresos petroleros, aumenta la capacidad de maniobra de quien está en la cima del Estado (el Presidente) y con ello surge la posibilidad de iniciar un nuevo proyecto de modernización liderado por el Estado (el de Chávez es un proyecto de tipo igualitarista). Así que si hay dinero, el personalismo se expande y el Estado gana capacidad para reinventar el país. En el pasado eso se llamó capitalismo rentístico, hoy parece que estamos cerca de un socialismo rentístico (siempre en futuro imperfecto). El problema es que ya hemos visto las limitaciones del verticalismo y de la relativa capacidad que tiene el Estado venezolano para transformar desde arriba al país: por más que es capaz de crear, mediante financiamiento, un nuevo tejido social, siempre queda la duda de si las comunidades ganan poder en esa relación, o se vuelven más dependientes y vulnerables del Estado y de la voz del Líder. Estado mágico, le llama Coronil al cóctel del poder rentístico. Estado mágico porque depende de retóricas, de carismas, de rituales y performances. De un líder. Afortunadamente el poder es más complejo, incluso en la Venezuela de los altos precios petroleros, que la que se dibuja desde Miraflores y desde Aló presidente. El poder se mueve, el poder está cambiando.


IV

El poder es, sobretodo, capacidad para decir. Como decía Foucault, sin duda el gran teórico del poder en el siglo XX, no sólo se trata de acumulación de riqueza: el poder es capacidad para producir realidades, para hacer visibles ciertas prácticas, para describir, designar y calificar a sujetos y objetos. El poder es técnica, estrategia, lenguaje, medios. Un ejemplo: cuenta el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee que a principios de los años 90 los blancos empezaron a sentirse incómodos porque los negros los llamaban colonos en grafittis y en discursos de prensa y noticieros. Los blancos sudafricanos se sienten cualquier cosa menos colonos, porque nacieron en Sudáfrica y se creen más sudafricanos que los propios negros. Así que la palabra les parecía ofensiva, con una carga de odio excesiva, porque los trataba como habitantes transitorios en su propia patria. Coetzee, que en su obra literaria ha sabido describir con una lucidez inimitable cómo un poder eclipsa y aparece en el horizonte otro poder –esas transiciones son siempre amenazantes para quien pierde el poder- explica que la palabra colono no tiene ninguna connotación peyorativa, es una palabra blanca. Lo que ha sucedido es que la palabra ha sido objeto de apropiación por parte de los que siempre habían sido designados, despectivamente, como nativos. Dice Coetzee que la aparición en el discurso público de la palabra colono es un indicio de que el poder político de los blancos se venía reduciendo de manera agigantada desde los años 80, y que ese poder, sobretodo, estribaba en la capacidad para describir, calificar y designar a los otros. “Parte de su indignación (la de los blancos) se produjo al conocer una impotencia de la cual es señal el hecho de que a uno le pongan nombre. Parte de ella se debió también al descubrimiento por experiencia propia de que el hecho de poner nombre incluye el control de la distancia deíctica: puede colocar al denominado a una prudente distancia tan fácilmente como puede atraerlo cariñosamente más cerca”. Palabras que generan rechazo, por un lado, pero empatía por el otro; discursos que clasifican y subrayan distancias, por un lado, e identifican a aliados y seguidores, por el otro. El poder en la era posmoderna es habilidad para diseñar y construir discursos, territorios simbólicos, marcas, destreza para movilizar a partir de ficciones, emblemas y palabras. El poder es sobretodo habilidad para comunicar, por eso los medios son el centro del conflicto político en Venezuela, porque la disputa gira alrededor de las interpretaciones, de las versiones, de la capacidad para construir realidad. “Escuálidos” y “chavistas” son las palabras fundamentales –como colono y nativo en Sudáfrica- que sirven para describir el conflicto de poderes que hay en el país, y la manera como se están desplazando los actores y los lugares tradicionales del poder.


V

Hasta hace relativamente poco tiempo, dominó en las ciencias sociales y entre los analistas una visión del poder que tiene que ver con instituciones, con el Estado, con cuerpos administrativos definidos, con aparatos jurídicos, con todo lo que ahora puede llamarse Poder Instituido. Esa era la arquitectura que emergió de los grandes laboratorios ideológicos del siglo XIX, no sólo el marxista sino también la corriente liberal. El poder son aparatos, leyes, normas, instituciones que deben conjugarse y convivir en sano equilibrio dentro del mundo social. El razonamiento es que esas son formas legítimas de expresión del soberano. Sin embargo, el mundo posmoderno, el mundo de la globalización sin centro, con Estados cada vez más débiles, puso en crisis esa visión institucionalista. Lo posmoderno lo entendemos aquí como lo moderno entrando en sinergia con los elementos arcaicos, con los elementos primordiales de toda humanidad. ¿Cuáles son esos elementos primordiales? La pulsión tribal, la explosión de la empatía entre muchos, la necesidad de salirse de sí mismo momentáneamente para encontrarse con el Otro en marchas, en protestas, en causas comunes. En la calle. El cansancio que se produjo a partir de los años 80 con el modelo puntofijsita, la cierta saturación o esclerosis de algunas categorías del poder como el partido político, la privatización del Estado y la imagen de los poderes públicos, ha producido una verdadera explosión o desborde del Poder Instituyente, es decir, de las prácticas de la gente común a espaldas de las normas, de las leyes, de los dictámenes del Estado. Es la revelación de lo heterogéneo, del policulturalismo y de lo inesperado que hace política en el país hoy. País que depende más que nunca de su oralidad en la calle, desde donde se negocia la vida, el acceso a ciertos lugares y a determinados espacios de poder. Son dinámicas que ya resultan familiares y que están ligadas a la maña, al arreglo, a la astucia, al trato. Es el vasto poder de la sociedad informal, hoy representada emblemáticamente por el auge de los santos malandros y demás poderes paganos, el moto-taxi, la venta de películas y discos piratas, las ocupaciones de edificios, los gestores, los comités de tierras urbanos, en fin, todo lo que se organiza en la ciudad para asentar un poder o para resistirse a otros poderes.



VI

Una buena prueba de que el poder se conforma, en definitiva, desde abajo, desde prácticas instituyentes, es la manera como han venido creciendo, fortaleciéndose y visibilizándose las minorías étnicas, raciales y de género en la sociedad contemporánea. Quizá el poder más evidente sea el que han venido adquiriendo de manera meteórica las mujeres desde los años 60. La mujer es un complejo dispositivo de poder que se traduce en numerosas prácticas y discursos: quizá lo más potente de esto sea que muchas utopías y cosmovisiones new age hacen hincapié en la feminización del mundo y del poder. Se habla de la capacidad ejecutiva que tiene la mujer, de su convicción, de la intuición que tiene para actuar en el momento adecuado, de su capacidad para transigir y para evitar que el conflicto sea irremediable, de sus indudables dotes para fomentar la cohesión del grupo, para liderar empresas y movimientos políticos. La mujer es hoy uno de los pocos seres sociales que ha demostrado tener mayor capacidad para cruzar puentes: de la cocina a la cima de la corporación, de secretaria a candidato presidencial, de stripper a activista de los derechos civiles y líder comunitaria. De hecho, hay quienes sostienen que el famoso fenómeno de la metrosexualidad no deviene del auge de la cultura gay sino de la necesidad masculina de hacer una empatía más firme con la mujer, así sea a costa de depilarse y de tener un cuerpo de portada Todo en Domingo. La mujer ha ganado tanto protagonismo que no sólo ha hecho que los hombres veamos con más naturalidad sus diferentes formas de asumir el rol social (arriba o abajo, donde sea) sino que además es el centro de una nueva cultura, ya no ligada al deber ser sino al goce. Miren como los sex shops venden cada vez más productos para mujeres, vean cómo ellas son forma activa y apoyo de incursiones masculinas en bares nudistas, en los encuentros de swinger, son las que están más dispuestas a experimentar en cuestión de parejas. Quizá la mejor prueba de un poder es su capacidad no sólo para crear realidad, sino para fomentar las fantasías. Y eso te tienen ellas, sin duda. Son reales y son también un sueño perenne.

VII

El poder, como se ha visto, no es exclusivo de nadie y remite a diversas formas de relación. No hay un Poder único en mayúsculas, por más que la gente quiera identificarlo con Miraflores y sus alrededores. Hay muchos poderes que nacen desde el cuerpo y se proyectan, conjugándose, hacia la sociedad entera. Más bien deberíamos empezar por describir el poder como una oportunidad, como un lugar de resistencia, de insurgencia, de rebeldía. Como aquello que se desplaza en acción contra-hegemónica por todo el campo social. En pocos años, en ocho para ser precisos, hemos visto de todo en materia de poder y de aspiraciones al poder, al punto que nos hemos vuelto casi unos expertos: vimos nacer una constitución, un modelo político nuevo, ahora viene una reforma, hemos visto un golpe de Estado, un paro petrolero, un regreso triunfal, una purga en Pdvsa, numerosos movimientos sociales, debates y movilizaciones espontáneas, hemos visto marchas multitudinarias y también pequeñas resistencias cotidianas. Hemos visto la politización radical de los medios de comunicación, sean públicos o privados. En fin, todo eso remite al poder. Lo que no debemos olvidar es que el poder hay que ejercerlo, de nada vale conservarlo.

 
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