22 de septiembre de 2008

Falsificadores y comunistas




Pude ver el pasado fin de semana la estupenda película Los falsificadores, del director Stefan Ruzowitzky. Está basada en la increíble y polémica historia de un falsificador judío de origen ruso, Salomón Smolianoff, que fue reclutado por los nazis en las calles de Berlín durante los años 30, para reproducir títulos de libras esterlinas y dólares falsos en unos de los pabellones privilegiados del campo de exterminio de Sachsenhausen. La idea nazi era básicamente reclutar a un grupo de expertos falsificadores que pudieran crear moneda y con ello penetrar y debilitar el sistema financiero de los países aliados. La operación se le llamó Bernhard (no por el gran escritor austriaco Thomás Bernhard, por demás algo nazi en aquella época, sino por su creador Bernhard Krueger, miembro del alto mando de la SS).
La película es una versión de un libro homónimo que se convirtió rápidamente en un bestseller con connotaciones claramente periodísticas, escrito por Lawrence Malkin. La historia de Salomón Smolianoff es en realidad la historia de un grupo de judíos encerrados en los pabellones 18 y 19, supervivientes todos de otros campos de concentración gracias a que tenían virtudes muy específicas. A este grupo no le quedó otra alternativa que “trabajar” para los intereses nazis. Y ese es precisamente el tema de fondo de esta película galardonada con el Oscar como Mejor Película Extranjera: explorar en la vida de unos seres que no tienen “otra alternativa”. La siempre espinosa “elección forzada”, y las connotaciones éticas que tiene, está muy bien tratada aquí, y permite reflexionar sobre algunos tópicos absolutamente contemporáneos.

La Zona Gris
1.-Es bien conocida la herida que dejó entre los supervivientes judíos de los campos de concentración el hecho de que algunos de los reclusos se prestaran de manera rastrera a los mandamientos nazis, para salvar su vida o para demorar su muerte lo más posible, mandamientos que estaban dirigidos contra sus propios compañeros. Eso está bien documentado en la literatura de los supervivientes, especialmente en los libros de Primo Levi: esa Zona Gris compuesta por lo que se llamó Sonderkommandos, unidades judías que dirigían internamente los pabellones y aplicaban la violencia contra sus propios compañeros políticos, de raza y de religión. E incluso se encargaban de hacer el trabajo sucio: atizaban los hornos con los muertos, metían a los enfermos terminales en las cámaras de gas, le sacaban los dientes de oro a martillazos. Analistas y expertos afirman que la industria del extermino no hubiera sido posible sin que apareciera, en medio de la opresión y la crueldad máximas, esta especie de humanidad de la zona gris. Ellos hicieron posible que los nazis no hicieran directamente el trabajo. Esto se puede apreciar bien en una de las primeras escenas de la película, cuando transportan al protagonista (Sorovitch) al interior del campo de Mathausen, donde aparece un judío golpeando a cachiporrazo limpio a otro judío en medio de la nieve.





El Antihéroe
2.-Los falsificadores toca de manera directa el espinoso tema de la Zona Gris, hace visible una herida judía incurable: la de los millones de hombres que murieron como perros y los pocos que se salvaron por alguna virtud, por alguna viveza, por algún instinto gatopardo (como piezas de la máquina de exterminio nazi). De allí que la historia de este falsificador sea contada, cosa que es un acierto, a la manera de un antihéroe: nunca sabe uno si alegrarse por su manera de sobrevivir en los campos, o por la manera como se convirtió en una grotesca ironía para los que tuvieron la suerte de sobrevivir a la muerte y a las penurias. Ninguna consesión a Hollywood en este sentido, por más mujer con tango de fondo que entretenga al falsificador en un hermoso amanecer a la orilla del mar, en Montecarlo.





El malandro y su Ley
3.-Salomón Sorovitch (el personaje protagónico de la película) es un clásico falsificador. Esto es, un hombre acostumbrado a conocer demasiado bien la Ley para poderla transgredir y violar, para crear su propia Ley. Si Sorovitch fue eso antes de la maquinaria nazi de exterminio, la pregunta obvia es cómo se iba a comportar en el encierro y ante la escabrosa Ley que se erigió en los campos de concentración. Otro acierto de la película: lejos de pensar que un falsificador no tiene normas éticas, hay que pensarlas bajo la luz de la relación entre el delincuente y el oprimido. En esa doble relación aparece un hombre de un complejidad tal, que no puede reducirse a los estereotipos. Sorovitch puede odiar al comunista por su romanticismo, por sus principios que no conducen a la supervivencia, pero también odia, e incluso puede llegar a matar, a los típicos rastreros débiles y cobardes, a los traidores por naturaleza. Definitivamente, a Sorovitch hay que mirarlo con el lente -se me ocurre- de Brecht, un gran autor de la época: con esa fascinación por el delincuente y su potencial revolucionario.

El testimonio comunista
4.-Hay que tomar en cuenta que esta historia se hizo posible porque uno de los miembros del equipo que falsificaba títulos y billetes decidió escribir el testimonio. Su nombre real es Adolf Burger, paradójicamente el comunista que con sus férreros principios se convirtió en un muro de resistencia impenetrable ante las demandas de los nazis, de sus propios compañeros y del líder del grupo, el falsificador Sorovitch. Burger no sólo es, con sus ideales, el contrapeso de la ética práctica de la supervivencia que existe en los pabellones 18 y 19, sino además es por el que se conoce esta historia y adquiere sus verdaderas dimensiones épicas: la película termina explicando que gracias a las resistencias del grupo se pudo retrasar la falsificación del dólar. Esa resistencia la encarna en la película Burger, quien se niega a darle forma definitiva a la gelatina que se necesita para falsificar el dólar. Es Burger quien teme, de ser un activista antinazi, convertirse en productor del dinero que necesitan los alemanes para ganar la Guerra. Posición extrema y sumamente complicada. Es la mirada de Burger, sus lágrimas al final de la película, que muestran no el triunfo de este grupo que se las supo todas para sobrevivir en una verdadera cuerda floja, sino la tragedia que significó salir de los campos con el peso ético de no haber luchado, de no haberse resistido, de no haber muerto como los tantos otros, en las cámaras de gas. Sorprende ver esta reivindicación del prototipo comunista en esta película. Un punto de distinción para los que han confundido una y otra vez en estos tiempos el fascismo con el comunismo.



Una ética rota
5.- No hay historia sin esas paradojas crueles a las que nos enfrenta Los falsificadores: la dualidad entre los pragmáticos -los que si pueden vivir un día más lo harían- y los que con sus principios tratan de intervenir y resistirse a la situación. Lo mejor de esta película es que uno sale de la sala pensando vagamente si la extraña combinación entre el astuto falsificador y el comunista principista ofrece una solución ética y política al tema de la acción en estos tiempos. Porque la película nos plantea una combinación en dosis justas y adecuadas de estos dos prototipos, que enfrentándose, resistiéndose uno al otro, jamás se traicionaron y a la postre lograron el cometido. ¿No es una solución acomodaticia? esta historia no es complaciente de ningún modo. El dilema de la humanidad en el campo de concentración no tiene solución ni fórmula de complemento, de allí que uno llegue a sentir incomodidad, por no decir culpa, de haber participado desde la oscuridad en la operación Bernhard.
Los falsificadores es una película que resitúa de manera precisa los temas que dominaron la primera parte del siglo XX, y no deja casi nada en pie: la intolerancia, el judío, el delincuente, el comunista, el universo ambiguo y perverso de los nazis, el fracaso estalinista, la religión, la ética... Lo interesante y a contracorriente es que Los falsificadores postula que los únicos "triunfadores" de este oscuro capítulo de la historia, fueron un comunista y un falsificador... ¿Por qué? Porque a ambos les interesa profundamente la vida, lo humano, el sentido de grupo, se vuelven, cada uno a su estilo, pastores de ese colectivo.

17 de septiembre de 2008

Cartografiar el poder

El texto tiene tiempo circulando en la Revista Plátano Verde. Lo reproduzco porque el poder (su gestión, su administración, su acumulación, su distribución) se ha convertido en un asunto medular en Venezuela. No sólo por las implicaciones que tiene para el cambio político, sino sobre todo por una severa y maniquea moralización en torno a él, que no permite una discusión y un debate en perspectiva. A veces uno se consigue a unos cuantos ex jerarcas de la cultura estatal (que todos conocemos) estigmatizando a gente porque hoy se encuentra en el poder, y uno se pregunta en torno a la denuncia: ¿lloran y se quejan porque se han quedado en el vacío del sin poder? ¿Tienen el mono del poder? ¿Les dio la pálida? El mercado, por suerte para ellos, los coloca en un lugar privilegiado, tanto como lo tuvieron en otra época dentro del Estado: fundaciones privadas, editoriales extranjeras, medios de comunicación... Más valiente resulta admitir que mucha gente necesita, como la cocaína, el poder para vivir. Mientras tanto, redes alternativas, redes sociales y culturales construyen una senda distinta, un trayecto desde el contrapoder, que escapa en lo posible a las lógicas estatales y mercantiles. Nadie dijo que era fácil la vía... Ahí les va

I

Una cierta maldición china -y además milenaria- nos recuerda que el tiempo que vivimos no debe subestimarse, y que por más que nos parezca un tiempo aburrido, repetitivo o sencillamente terrible, este tiempo, el del presente, es mucho más interesante de lo que parece. Chinos aparte, los que habitamos este pedazo del trópico donde nada se congela y todo está siempre a punto de ebullición, solemos creer que el país, como decía Cabrujas, vive en un eterno campamento: estamos siempre al comienzo de algo, destruyendo lo poco que existe para que aparezca lo nuevo. De metabolismo aceleradísimo, como andar de pits por la autopista, este es un país de ilusiones a doble válvula, de rituales de inicio, de intensos nomadismos, de verbos rimbombantes y mágicos, de figuras sobrehumanas y mitos. País que se ha inventado una manera muy particular de vivir su presente, y sobretodo una manera de conjugarlo: si alguien inventó para el castellano el futuro imperfecto, ése, seguro, debe ser un tipo de por aquí, de Catia o de El Cementerio. Somos un país que hay que aprender a leerlo en clave de futuro imperfecto. Acabamos de acuñar, por ejemplo, esta última: después de la reforma constitucional, marcharemos hacia el socialismo. O su construcción contraria, porque también este es un país de encontrados: después de la reforma, marcharemos hacia el totalitarismo. Tiempos interesantes, definitivamente, porque un país que vive de saltos, de interrupciones, de nuevos comienzos, de atajos, de desbordamientos, de transiciones, de revoluciones y contrarevoluciones, merece muchas instantáneas. Es siempre una instantánea. Una de ellas puede hacerse desde El Poder y sus tantos rostros. Platanoverde quiso adentrarse en eso que los expertos describen como posiciones de dominio, las distintas sedes del poder, las relaciones de fuerza, las variadas técnicas y ficciones que se emplean para someter o influir. Desde el poder y sus distintas cimas y agujeros, quizá entendamos por qué el país es, sobretodo, sus fracturas y sus realidades tan disímiles. Primer consejo de esta travesía: no nos engañemos, si todo cambia, los poderes también; quienes ayer lo tuvieron, hoy ya no lo tienen; los que no lo tenían, ahora lo tienen. No nos engañemos, repito: también existe esa especie no biodegradable que siempre cambia para mantenerse en el poder.

II

Hago una aclaratoria teórica para hablar del poder y sus especies: decía Elías Canetti que para que haya poder tiene que haber dominados. Es decir, el poder es ante todo una relación: alguien manda y alguien obedece, alguien ordena y otros actúan. Durante mucho tiempo, el poder fue considerado en Occidente un cuerpo sólido, centralizado y vertical. Era el centro de la vida de una comunidad, y desde allí vigilaba y castigaba a los súbditos. El poder era una figura de carne y hueso -un rey, un líder, el presidente, un partido- era un lugar o espacio definido -un castillo o una fortaleza, el Estado y sus instituciones- y además gozaba de ciertas propiedades que le servían para intimidar a los dominados: un ejército y los medios de producción. El marxismo vivió de esa clásica arquitectura para hablar de la sociedad que nacía con la Era Industrial. El poder era la historia de una violencia: una fuerza material, ejercida por los propietarios de los medios económicos, construía un Estado para hacer valer sus intereses. Marx hablaba de infraestructura y superestructura para condensar los mecanismos de poder: la economía producía una sociedad de explotados y el Estado le daba una legalidad y legitimidad a esa relación asimétrica. Según la tradición marxista, si se lograba controlar la economía y tomar el Estado, el poder cambiaba de color y de manos. Si bien ese mapa básico puede tener algo de verdad, no es para nada suficiente –pero algo tiene, fíjense cómo cambió el planeta después de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, al poder de la nueva economía y al centro militar del mundo. Pero sin duda, los mecanismos del poder son más sutiles, más complejos y difusos que tomar La Polar y controlar el Ministerio del Interior y Justicia. El poder no sólo es represión y violencia, no es sólo propiedad y centralidad. El poder, más bien, es seducción, productividad, normalización, incitación, técnicas locales de control. El poder no sólo se escribe desde arriba, desde Miraflores, por ejemplo. El poder lo ejercen cotidianamente los azotes de barrio, el tombo, los jefes del buhonerismo, el tipo del moto taxis, el burócrata medio, la secretaria, las mujeres… El poder es una acción específica, es ejercicio de una fuerza sobre otra, es capacidad para afectar a los demás.


III

Pero no hay que engañarse. La lectura de Marx sobre el poder no está equivocada. Si bien es precaria y rígida (el poder es más dinámico, siempre en tránsito, va en una dirección y en otra), todavía sirve para explicar algunos casos tan particulares como el de la Venezuela petrolera del siglo XX. Marx llamaba economía política al ejercicio de describir las dos escenas fundamentales del poder: los medios de producción y el Estado como organización política. Quizá sea el historiador Fernando Coronil quien haya descrito mejor los complejos mecanismos del poder en Venezuela, a partir de la economía política que generó la explotación petrolera. Coronil entiende que ha sido una constante desde la dictadura gocecista amalgamar Riqueza, Estado y Personalismo: “Las bases de los gobiernos del siglo XX se asientan en el régimen de Gómez, con el que comparten la dependencia de la economía petrolera y la extraordinaria personalización del poder del Estado. Fue durante el régimen ‘tradicional’ de Gómez, no obstante, que se tornó posible imaginar Venezuela como una nación petrolera moderna, identificar al gobernante con el Estado y representar al Estado como agente de la modernización”. La cadena que describe Coronil es impecable: si hay fuertes ingresos petroleros, aumenta la capacidad de maniobra de quien está en la cima del Estado (el Presidente) y con ello surge la posibilidad de iniciar un nuevo proyecto de modernización liderado por el Estado (el de Chávez es un proyecto de tipo igualitarista). Así que si hay dinero, el personalismo se expande y el Estado gana capacidad para reinventar el país. En el pasado eso se llamó capitalismo rentístico, hoy parece que estamos cerca de un socialismo rentístico (siempre en futuro imperfecto). El problema es que ya hemos visto las limitaciones del verticalismo y de la relativa capacidad que tiene el Estado venezolano para transformar desde arriba al país: por más que es capaz de crear, mediante financiamiento, un nuevo tejido social, siempre queda la duda de si las comunidades ganan poder en esa relación, o se vuelven más dependientes y vulnerables del Estado y de la voz del Líder. Estado mágico, le llama Coronil al cóctel del poder rentístico. Estado mágico porque depende de retóricas, de carismas, de rituales y performances. De un líder. Afortunadamente el poder es más complejo, incluso en la Venezuela de los altos precios petroleros, que la que se dibuja desde Miraflores y desde Aló presidente. El poder se mueve, el poder está cambiando.


IV

El poder es, sobretodo, capacidad para decir. Como decía Foucault, sin duda el gran teórico del poder en el siglo XX, no sólo se trata de acumulación de riqueza: el poder es capacidad para producir realidades, para hacer visibles ciertas prácticas, para describir, designar y calificar a sujetos y objetos. El poder es técnica, estrategia, lenguaje, medios. Un ejemplo: cuenta el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee que a principios de los años 90 los blancos empezaron a sentirse incómodos porque los negros los llamaban colonos en grafittis y en discursos de prensa y noticieros. Los blancos sudafricanos se sienten cualquier cosa menos colonos, porque nacieron en Sudáfrica y se creen más sudafricanos que los propios negros. Así que la palabra les parecía ofensiva, con una carga de odio excesiva, porque los trataba como habitantes transitorios en su propia patria. Coetzee, que en su obra literaria ha sabido describir con una lucidez inimitable cómo un poder eclipsa y aparece en el horizonte otro poder –esas transiciones son siempre amenazantes para quien pierde el poder- explica que la palabra colono no tiene ninguna connotación peyorativa, es una palabra blanca. Lo que ha sucedido es que la palabra ha sido objeto de apropiación por parte de los que siempre habían sido designados, despectivamente, como nativos. Dice Coetzee que la aparición en el discurso público de la palabra colono es un indicio de que el poder político de los blancos se venía reduciendo de manera agigantada desde los años 80, y que ese poder, sobretodo, estribaba en la capacidad para describir, calificar y designar a los otros. “Parte de su indignación (la de los blancos) se produjo al conocer una impotencia de la cual es señal el hecho de que a uno le pongan nombre. Parte de ella se debió también al descubrimiento por experiencia propia de que el hecho de poner nombre incluye el control de la distancia deíctica: puede colocar al denominado a una prudente distancia tan fácilmente como puede atraerlo cariñosamente más cerca”. Palabras que generan rechazo, por un lado, pero empatía por el otro; discursos que clasifican y subrayan distancias, por un lado, e identifican a aliados y seguidores, por el otro. El poder en la era posmoderna es habilidad para diseñar y construir discursos, territorios simbólicos, marcas, destreza para movilizar a partir de ficciones, emblemas y palabras. El poder es sobretodo habilidad para comunicar, por eso los medios son el centro del conflicto político en Venezuela, porque la disputa gira alrededor de las interpretaciones, de las versiones, de la capacidad para construir realidad. “Escuálidos” y “chavistas” son las palabras fundamentales –como colono y nativo en Sudáfrica- que sirven para describir el conflicto de poderes que hay en el país, y la manera como se están desplazando los actores y los lugares tradicionales del poder.


V

Hasta hace relativamente poco tiempo, dominó en las ciencias sociales y entre los analistas una visión del poder que tiene que ver con instituciones, con el Estado, con cuerpos administrativos definidos, con aparatos jurídicos, con todo lo que ahora puede llamarse Poder Instituido. Esa era la arquitectura que emergió de los grandes laboratorios ideológicos del siglo XIX, no sólo el marxista sino también la corriente liberal. El poder son aparatos, leyes, normas, instituciones que deben conjugarse y convivir en sano equilibrio dentro del mundo social. El razonamiento es que esas son formas legítimas de expresión del soberano. Sin embargo, el mundo posmoderno, el mundo de la globalización sin centro, con Estados cada vez más débiles, puso en crisis esa visión institucionalista. Lo posmoderno lo entendemos aquí como lo moderno entrando en sinergia con los elementos arcaicos, con los elementos primordiales de toda humanidad. ¿Cuáles son esos elementos primordiales? La pulsión tribal, la explosión de la empatía entre muchos, la necesidad de salirse de sí mismo momentáneamente para encontrarse con el Otro en marchas, en protestas, en causas comunes. En la calle. El cansancio que se produjo a partir de los años 80 con el modelo puntofijsita, la cierta saturación o esclerosis de algunas categorías del poder como el partido político, la privatización del Estado y la imagen de los poderes públicos, ha producido una verdadera explosión o desborde del Poder Instituyente, es decir, de las prácticas de la gente común a espaldas de las normas, de las leyes, de los dictámenes del Estado. Es la revelación de lo heterogéneo, del policulturalismo y de lo inesperado que hace política en el país hoy. País que depende más que nunca de su oralidad en la calle, desde donde se negocia la vida, el acceso a ciertos lugares y a determinados espacios de poder. Son dinámicas que ya resultan familiares y que están ligadas a la maña, al arreglo, a la astucia, al trato. Es el vasto poder de la sociedad informal, hoy representada emblemáticamente por el auge de los santos malandros y demás poderes paganos, el moto-taxi, la venta de películas y discos piratas, las ocupaciones de edificios, los gestores, los comités de tierras urbanos, en fin, todo lo que se organiza en la ciudad para asentar un poder o para resistirse a otros poderes.



VI

Una buena prueba de que el poder se conforma, en definitiva, desde abajo, desde prácticas instituyentes, es la manera como han venido creciendo, fortaleciéndose y visibilizándose las minorías étnicas, raciales y de género en la sociedad contemporánea. Quizá el poder más evidente sea el que han venido adquiriendo de manera meteórica las mujeres desde los años 60. La mujer es un complejo dispositivo de poder que se traduce en numerosas prácticas y discursos: quizá lo más potente de esto sea que muchas utopías y cosmovisiones new age hacen hincapié en la feminización del mundo y del poder. Se habla de la capacidad ejecutiva que tiene la mujer, de su convicción, de la intuición que tiene para actuar en el momento adecuado, de su capacidad para transigir y para evitar que el conflicto sea irremediable, de sus indudables dotes para fomentar la cohesión del grupo, para liderar empresas y movimientos políticos. La mujer es hoy uno de los pocos seres sociales que ha demostrado tener mayor capacidad para cruzar puentes: de la cocina a la cima de la corporación, de secretaria a candidato presidencial, de stripper a activista de los derechos civiles y líder comunitaria. De hecho, hay quienes sostienen que el famoso fenómeno de la metrosexualidad no deviene del auge de la cultura gay sino de la necesidad masculina de hacer una empatía más firme con la mujer, así sea a costa de depilarse y de tener un cuerpo de portada Todo en Domingo. La mujer ha ganado tanto protagonismo que no sólo ha hecho que los hombres veamos con más naturalidad sus diferentes formas de asumir el rol social (arriba o abajo, donde sea) sino que además es el centro de una nueva cultura, ya no ligada al deber ser sino al goce. Miren como los sex shops venden cada vez más productos para mujeres, vean cómo ellas son forma activa y apoyo de incursiones masculinas en bares nudistas, en los encuentros de swinger, son las que están más dispuestas a experimentar en cuestión de parejas. Quizá la mejor prueba de un poder es su capacidad no sólo para crear realidad, sino para fomentar las fantasías. Y eso te tienen ellas, sin duda. Son reales y son también un sueño perenne.

VII

El poder, como se ha visto, no es exclusivo de nadie y remite a diversas formas de relación. No hay un Poder único en mayúsculas, por más que la gente quiera identificarlo con Miraflores y sus alrededores. Hay muchos poderes que nacen desde el cuerpo y se proyectan, conjugándose, hacia la sociedad entera. Más bien deberíamos empezar por describir el poder como una oportunidad, como un lugar de resistencia, de insurgencia, de rebeldía. Como aquello que se desplaza en acción contra-hegemónica por todo el campo social. En pocos años, en ocho para ser precisos, hemos visto de todo en materia de poder y de aspiraciones al poder, al punto que nos hemos vuelto casi unos expertos: vimos nacer una constitución, un modelo político nuevo, ahora viene una reforma, hemos visto un golpe de Estado, un paro petrolero, un regreso triunfal, una purga en Pdvsa, numerosos movimientos sociales, debates y movilizaciones espontáneas, hemos visto marchas multitudinarias y también pequeñas resistencias cotidianas. Hemos visto la politización radical de los medios de comunicación, sean públicos o privados. En fin, todo eso remite al poder. Lo que no debemos olvidar es que el poder hay que ejercerlo, de nada vale conservarlo.

5 de septiembre de 2008

Ética y política en tiempos electorales


El largo e intenso período de politización que ha vivido el país –y que empieza de manera sistemática en 1998– ha sido sumamente productivo y ha servido para crear, en el tiempo, una nueva ciudadanía basada en la acción colectiva, en la creación y consolidación de valores, y en el fortalecimiento de ideologías. Un tremendo aprendizaje. Lo más importante del proceso de politización es que han aparecido dos sentimientos dominantes que traducen lógicas políticas antagónicas, lógicas que han servido en estos años, entre otras cosas, para convocar y movilizar a la gente: por un lado, ha aparecido en el tiempo una lógica política basada en la afirmación de actitudes e ideales, es decir, una visión que considera que la mejor manera de abordar la política es haciéndola, accionándola, inventándola, articulándola; por otro lado, ha surgido una política de la resistencia, es decir, una lógica política centrada en la crítica, en la desalineación, en la reacción y el escepticismo. El proceso de politización, sin duda, ha hecho parir dos visiones de la acción: una asociada a la ofensiva y otra a la re-acción.
Uno estaría tentado a introducir, a la manera que lo haría Ignacio Ávalos con sus sabias comparaciones, una metáfora futbolística para describir estas lógicas políticas: la de la acción ofensiva podría compararse con el tradicional juego brasileño, es decir, un juego de rotaciones, de improvisaciones, de toques cortos y desquiciantes, de riesgos no calculados. La segunda lógica podría asociarse con la forma de juego italiana, es decir, refugiada en el fondo, redoblada en la defensa, hecha para fracturar el tránsito fluido de la pelota en el campo. Es obvio, a estas alturas, mencionar los puntos débiles o negativos de estas dos formas políticas: el juego bonito y arriesgado consigue su punto débil en el hecho de que aparentemente domina el partido, pero al final el marcador le es adverso, porque la organización es débil en el fondo y ésta no resiste los contragolpes; en el caso del juego italiano, su necesidad no son las formas sino los resultados, se vive de batacazos y de cierta soberbia calculada, que a veces no escatima en piernas, planchas y golpes.
A estas alturas, también, podría pensarse de manera maniquea que la primera lógica está asociada con el chavismo, puesto que es el movimiento político que ha introducido en estos años una novedad, una acción ofensiva basada en el cambio y la transformación –la revolución–, que se plantea la necesidad de construir un orden político muy distinto al exiguo saldo institucional que nos dejó el Pacto de Punto Fijo. La revolución en sus distintos registros le ha planteado al país no sólo un nuevo pacto de convivencia, sino también un nuevo modelo de participación política y de relaciones socioeconómicas, que dependen de la reconstrucción de un Estado social y del estímulo, “desde arriba”, de nuevas formas de producción social. La segunda lógica podría basarse en cierta postura que no ve nada nuevo en el horizonte, que todo este proceso le parece un soberbio fastidio y que, más bien, lo que existe es una temible regresión a la fosa profunda de lo primitivo, que borra una tradición institucional brillante, asociada con la arquitectura liberal que hace énfasis en la tríada dorada de la democracia representativa, el mercado y los derechos humanos (los derechos individuales, claro, no los sociales).
Si nos guiamos por las miradas maniqueas, podríamos decir que la primera lógica avanza y conquista visibilidad, y la segunda retrocede y conserva –con arte de catenaccio– al punto de que ha hecho funcional y extensiva a todos los órdenes de la prédica política, una resistencia asociada con el sentimiento posesivo de propiedad: “con mis hijos no te metas”, “con mi Pdvsa no te metas”, “con mis campos de golf no te metas”, “con mi canal de televisión no te metas”. ¿Pero todo en Venezuela es así, tan fácil, como repartir valores y anti-valores a diestra y siniestra?

En la política del siglo XXI las cosas no son tan unidireccionales ni unívocas, por lo cual hemos venido aprendiendo, también, que hay unas complejas y muchas veces tortuosas relaciones entre ética y política, esa “morocha” desde la cual se ha tratado de definir la Política en mayúsculas. Desde el final de la Guerra Fría, y la caída del Imperio Soviético, el mundo ha venido paulatinamente borrando y confundiendo, en una auténtica dinámica de frontera y pragmatismo, lo que desde mediados del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX, sirvió de yunta para una política maximalista, guiada por imperativos categóricos –principistas– que daban poco espacio a la acción aventurada, al creacionismo y a la improvisación: parte de la tremenda violencia que vivió el siglo XX, generada por la intolerancia, el fascismo y el sentimiento totalitario (tanto comunista como el de su hermano siamés, el liberalismo) se debe a que propiamente no había política sin una noción ética fuerte y precisa. No se podía valorar los medios de la política si antes no estaban claros los fines de la acción. No se podía actuar, si no se tenía clara una idea del Bien. Pues en nombre de ese Bien se cometieron las peores atrocidades, y de esa especie de neurosis ética, aún padecemos algunas secuelas dogmáticas, las más peligrosas, por cierto, disfrazadas hoy de radical escepticismo y cinismo.

Una de las razones por la que la ética y la política cada día están más disociadas, se debe a los intensos candelarios electorales, a la dinámica de consultas y referendos, que obligan a las opciones políticas a reevaluar constantemente (no sólo reevaluar, a veces incluso a deponer o traicionar) sus fines en función de tácticas electorales y electoreras. Todos esos cálculos enfatizan no los objetivos éticos de una política sino el maquillaje, la representación, la puesta en escena de la política en los medios de comunicación. De allí que sintamos, cotidianamente, el peso que tienen las interpretaciones, las representaciones, las versiones, los montajes y estéticas “en caliente” del juego político: sin percepciones positivas no hay ninguna posibilidad de lograr objetivos, mucho menos éticos. Si la era ética puede calificarse de neurótica, la era política a secas puede ser asociada con la histeria de las representaciones.
La política a secas tiene, dependiendo del momento electoral que afronte, ciclos de profunda diferenciación (establecer marcas a partir de lo que se rechaza o de lo que se afirma, establecer fines claros, como el del socialismo del siglo XXI, por ejemplo) y ciclos de profunda mimetización (el de una oposición que no quería retratarse jamás en los programas sociales, en las misiones, en el color rojo y que hoy apuesta a enrojecidos pregones que hablan sin pruritos “del cambio”).
¿Si no tomamos en cuenta esas nuevas formas de relación o no-relación entre la ética y la política, basadas en el pragmatismo y en la noción de realismo, alguien podría explicar el giro copernicano del discurso de Chávez entre el 2007 y el 2008? Después de los indultos por el 11-A y el paro petrolero, la reconciliación algo forzada con el presidente Uribe, la defensa de un pacto productivo con la empresa privada, la necesidad de reestablecer relaciones con reyes decrépitos y soberbios, todo esto parece indicar que si el año 2007 fue el año ético por excelencia (sostenido en firmes objetivos, y en el hecho de no transigir en el deseo de lograrlos a través de la reforma) este es el año político por excelencia, es decir, el año de la soluciones pragmáticas, del cálculo por renta electoral, el año de diferir las demandas que subrayan el profundo antagonismo social que aún vivimos. Paradójicamente, este parece ser el año de la supervivencia y del conservar.
¿Se ha invertido entonces la manera de tipificar los bandos políticos en Venezuela después del 2-D, es decir, los que pregonaban el cambio ahora quieren conservar y los que antes querían mantener un férreo catenaccio hoy buscan el cambio? Si invertimos los roles, cometeríamos otro maniqueísmo pero a la inversa, que desconoce otros aprendizajes ciudadanos, otros valores ideológicos que se han venido sedimentando más allá de la lógica electorera.
Habrá que esperar los resultados de noviembre para apreciar cómo se recompondrán, por enésima vez, las relaciones entre ética y política en la Venezuela del siglo XXI. Lo que parece vislumbrarse, desde la medianía pragmática que vivimos hoy, es que vendrá un tiempo menos ético y categórico. ¿Quiénes capitalizarán ese vacío, esa laguna negra donde se están enterrando algunos ideales que han sido fundamentales en estos años para agrupar, movilizar e identificar?

1 de septiembre de 2008

Esa multitud insurgente de ayer y hoy

I
Como nunca en su historia, Caracas se ha convertido en una multitud sedienta e insaciable. Vivimos acompañados noche y día, impregnados por las emociones intensas de los otros, por sus fiebres, por sus virus, por sus esperanzas y miedos. Caracas es un inmenso tráfago humano que, para sobrevivir, debe aceptar la sabiduría que emana del tumulto y de las promiscuidades que se desarrollan en la calle, entre los tantos cuerpos agolpados en un mismo momento y lugar. La experiencia de la multitud, afortunadamente, ya no es una experiencia única de la pobreza y de la exclusión. No sólo en los barrios se vive la experiencia de los cuerpos que se soban incansablemente, que se rozan en las empinadas y angostas escaleras, en la cancha de básquet o en las platabandas que se abren, de vez en vez, dentro del mapa tupido de cabillas y bloques.


En la Caracas del siglo XXI, la multitud es el fenómeno más notorio que aparece en el espacio urbano. Ya no es asunto de pobreza, repetimos. La multitud vive en los supermercados, en los gimnasios, en los restaurantes de lujo, en las playas del Litoral, en el Metro, en el centro comercial, en los estacionamientos, en los concesionarios de carros, en las clínicas y hospitales, en las farmacias. La multitud rebasa todos los espacios y atraviesa todas las clases sociales. La percepción más palpable es que somos demasiados. Hasta las horas más privadas, las horas en la cama frente a un televisor, se convierten en intensas experiencias con “los otros”. Mucha gente opina, mucha gente dicta su catecismo del bien y del mal por televisión. Mucha gente actúa en el hipnótico teatro mediático. La Caracas del siglo XXI es tránsito insaciable, tumulto, tranca, desborde permanente de identidades y reacomodo de fronteras.

II
Hay una Caracas, entre las tantas que se dejan ver, que desearía vivir la experiencia de la ciudad como orden, perfeccionamiento de lo ya hecho e instituciones funcionales. Se prefiere una ciudad que conserve, que cuente una historia lineal, con fecha exacta de nacimiento y acta de fundación. Pero Caracas es todo lo contrario: una profunda incógnita. ¿Hay que atribuirle a Francisco Fajardo su fundación en 1560 o a Diego de Losada en 1567? ¿Su nombre proviene de una etnia indígena o de la planta que proliferaba en el valle, llamada caraca o pira? Incluso la fecha de nacimiento exacta ha sido puesta en entredicho porque al parecer el acta de fundación no aparece por ningún lado. Caracas es un vacío que se llena, a conveniencia de las posturas ideológicas dominantes, de violencias, imposiciones, imaginarios e ideas siempre en ebullición. Existe el temor, incluso, de asociar a la ciudad con sus distintas rebeliones multitudinarias, empezando por la del 19 de abril de 1810, que abrió el espacio definitivo para pensar el proceso de emancipación colonial, y terminando con la del 13 de abril de 2002, que finalmente legitimó el proceso de cambios.

Algunos prefieren que la historia no se desmaquille, no se despeine, no se revuelva con las constantes demandas colectivas y con las tantas insurgencias cotidianas. Es la misma Caracas que desearía que la ciudad funcione como un gigantesco centro comercial, donde cada quien juegue el rol que le corresponde. Son los mismos que han sentido como una maldición histórica la sentencia de Cabrujas que definía al país, y a la ciudad en particular, como un eterno campamento, un lugar donde todo empieza de nuevo y nada en realidad se termina. Son los que sienten el peso de aquella metáfora tan convincente que elaborara Adriano González León en 1969, con el título de su novela País portátil, que propone precisamente la idea de una nación fragmentada desde sus orígenes, rota por la violencia histórica, por unos asuntos y deudas jamás resueltos.

Una parte de la ciudad, definitivamente, no entiende bien cómo desde un estado anárquico y multitudinario puede replantearse la convivencia futura y crear una política de reconocimiento e inclusión más amplia.

III
Esta ciudad es una intensa fiebre emocional que sube y baja todos los días al son de las noticias, al ritmo de las tantas catástrofes que propone la lógica mediática. Caracas sobrevive en el vértigo y en los contrastes permanentes de puntos de vista, en la diversidad de formas de vida y en un paisaje urbano cada vez más posmoderno, más esquizoide (esa sinergia extraña entre arcaísmo y novedad tecnológica). ¿Eso no es acaso la experiencia originaria desde la cual debe fundamentarse toda democracia?

Platón dice que la democracia no tiene medida, que la democracia es un furioso río humano que opina, que defiende una idea, que se moviliza, que vive de la controversia y del conflicto. La democracia tiene un principio anárquico y violento que para los constructores de instituciones, para los que están ansiosos de estabilizar a como dé lugar las fiebres sociales, es sumamente peligroso enarbolar. Hay una violencia, simbólica y física, que genera la multitud, no se puede negar. Lo contrario, precisamente, sería el encierro, la vida vivida para la conservación, rodeada de para-policías, rejas eléctricas, cámaras y alarmas electrónicas (que es otra manera de ejercer la violencia).

Si la multitud obliga a la experiencia intensa con los otros, a la negociación permanente, a la maña, al rebusque y al arte de hacer valer opiniones en tierra ajena, en la vida privada hay un recorte brutal de la experiencia de los otros, que se traduce en soberbia y desprecio, en miedo y prejuicio hacia lo diferente. La multitud es política por excelencia, obliga a diálogos, a consensos, a discusiones. Afortunadamente, la recuperación del poder adquisitivo de los últimos años, las distintas políticas sociales que se han articulado desde 2003, han producido una verdadera eclosión de fronteras y una inédita circulación de gente y de bienes, que ha trastrocado algunas creencias y ha logrado derribar algunos muros de la moral. Es un signo de estos tiempos: sentir que nuestros espacios han sido invadidos, que otra gente se mueve por donde nos movemos, que se ha contaminado el paisaje en el cual solíamos inscribirnos de manera armónica, que otros usan las marcas y los bienes que antes eran de nuestro uso exclusivo (whisky y carros de lujo, por ejemplo).

La multitud está construyendo un nuevo mapa de la ciudad, en el que se empieza a apreciar el espacio urbano no como lugar prohibido, jerarquizado, segregado, sino como un espacio de dominio colectivo, de expansión horizontal y ocupación múltiple.

IV
Rafael María Baralt describía al país de 1840 como un conjunto disperso de núcleos urbanos que crecían a orillas de la selva, en los que no existían ni caminos ni puentes que los pudieran conectar. Es decir, retrataba a un país de islas que brillan en medio de la barbarie y del salvajismo.

A más de 160 años, no hemos escapado a esa tensión que quiere hacer valer el abismo insalvable entre Barbarie y Civilización. ¿Esa no es acaso la fantasía que recorre a cierta Caracas, desde que se abrió el Sambil y la sucesión de centros comerciales: desplazarse por islas modernas y seguras para escapar de las multitudes apocalípticas? Esa tensión puede apreciarse en la manera cómo cierta “civilidad” prefiere aferrarse en estos tiempos a las imágenes impolutas de la Caracas monumental de los años 50. Esas imágenes que enaltecen el viejo viaducto, el Hotel Tamanaco, la Ciudad Universitaria, el Paseo Los Próceres, la Plaza Altamira o la Plaza Venezuela. La ciudad de la soberbia planificadora, podría decirse, que aparece fotografiada como si el monumento viviera a espaldas de la gente, como si hubiera caído del cielo, como todo un asteroide del futuro. Pues a esa ciudad monumental de los años 50, planificada con sentido marcial por el régimen de Pérez Jiménez, le falta el contraste de la ciudad que se vuelve deslave y sacudón 40 años después, la ciudad insurgente que emerge con las multitudes del 27 de febrero de 1989. Entre esas tensiones, la de la ciudad monumental y la de la multitud que destruye lo existente para crear un orden incluyente, se juega la política en el siglo XXI.

V
Vale la pena explorar, en procesos de transformación y cambio, esa peculiar conexión entre el 19 de abril de 1810 y el 13 de abril de 2002. Walter Benjamin es quizá una de las pocas voces de Occidente del siglo XX que destaca la manera cómo se va tejiendo, en el inconsciente colectivo, una sucesión de imágenes del pasado asociadas a intentos de emancipación, de liberación o de redención:

“¿No nos sobrevuela algo del aire respirado antaño por los difuntos? ¿Un eco de las voces de quienes nos precedieron en la Tierra, no reaparece en ocasiones en la voz de nuestros amigos? Existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra”.
El 19 de abril fue la primera cristalización de un proceso en el que se anunciaba, desde la irrupción de esa multitud caraqueña que rechazó al nuevo capitán general, Vicente Emparan, la necesidad de crear una conciencia nacional y romper, definitivamente, las cadenas del coloniaje. Fue un proceso embrionario de construcción hegemónica, donde todavía los intereses de la mayoría esclava, parda y criolla no estaban del todo alineados. El 19 de abril es una fecha que confirma que la historia cambia cuando un pueblo, espontáneamente, sale a la calle a defender unos ideales, a crear el río furioso al que tanto le temía Platón cuando hablaba de democracia.
Mariano Picón Salas solía decir con lucidez que la Independencia de Venezuela, que se inició el 19 de abril, costó mucho sudor y lágrimas, pero no puede ser contada como lo que debió ser, sino como lo que fue: la cristalización de intereses y demandas colectivas. Esa irrupción habla de una ciudad que estaba dispuesta a escribir su verdadera historia alrededor de “una voluntad aglutinadora” y de “una magnífica energía” independentista, soberana y nacionalista. ¿No es el eco de esas voces, la de José Cortés de Madariaga, de Juan Germán Roscio o José Félix Ribas, entrelazado con la multitud de caraqueños de entonces, el que retumba hasta nuestros días junto al eco de las voces del 23 de enero, del 27 de febrero y del 13 de abril? Ese acuerdo tácito entre unas generaciones y otras, entre unas multitudes y otras, es lo que permite hablar del interminable proceso insurgente de nuestra capital, siempre buscando más justicia e igualdad. En tiempos de multitud, no puede despreciarse este dato, ni su continuidad histórica: el secreto de nuestro pasado aparece y reaparece en cada movimiento de la multitud, en cada esfuerzo por construir una realidad nueva, distinta, diferente, muy lejos, por cierto, de cualquier cálculo político.
 
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