13 de abril de 2009

El pasajero de Truman en perspectiva

Entre política y arquitectura

La Política y la Arquitectura son dos cosas tan distintas como el aceite y el vinagre. Mientras la política es el territorio de lo incalculable, de lo impredecible, el lugar del conflicto, de las diferencias y de los tumultos volcánicos; la arquitectura es más bien diseño, cierta planificación, bases sólidas y duraderas. Mientras la política es el lugar de la rebelión de las formas, la arquitectura parece más bien el lugar de la condensación de esas formas. La política se relaciona con lo instituyente, con lo informal, con la transformación, mientras que la arquitectura sería todo lo contrario: lo institucional, lo formal, donde el trámite y el procedimiento resultan esenciales. La primera estaría asociada con la temperatura del movimiento y la movilización de la energía, la segunda con lo sólido y lo frío.

Existe en la literatura venezolana reciente un excelente ejemplo para comprender los dilemas de la arquitectura política venezolana del siglo XX, esa que se fraguó con el fin del gomecismo y permitió, con novísimos actores políticos de la época, la construcción de una perspectiva democrática para el país. Me refiero a la reciente novela de Francisco Suniaga, El pasajero de Truman, una exhaustiva e interesante disquisición sobre la tragicomedia de nuestras élites civiles, que apostaron en el poder de entonces por la figura de Diógenes Escalante, un civil ejemplar y preparado como ninguno, para espantar los fantasmas recurrentes del militarismo.

El pasajero de Truman tiene el tono de política de salón, de disquisición ilustrada que facilita la valoración de las instituciones, de los modales y de los procedimientos formales dentro de la arquitectura democrática. Sin embargo, el retrato lúcido de Suniaga se va deslizando del cielo frío de los arquitectos -después de retratar cada uno de los males de la República- al rotundo fracaso, incomprensión e incluso locura de esas élites entrenadas para gobernar, pero que nunca entendieron la dinámica propia de la política.

Más allá del diagnóstico psíquico de Diógenes Escalante y de sus maravillosas posibilidades literarias, me parece importante subrayar que lo que está en juego en El pasajero de Truman, y que abre un debate posible en la Venezuela actual, es ese salto del cielo al infierno, en el que las élites se han deslizado en repetidas ocasiones, sin que por cierto sean ellas las que sufren la caída y los golpes.

La novela de Suniaga tiene el valor de retratar con minuciosidad la tragicomedia de esas élites que concibieron el control de la política desde grandes salones, en el espacio frío de las instituciones, en los hoteles cinco estrellas y en los restaurantes de lujo. Personajes como Diógenes Escalante no son una aislada y dolorosa excepción en nuestra historia, pienso en el tristemente célebre Pedro Carmona Estanga, en unos cuantos tecnócratas de la era neoliberal, en dueños de periódicos y plantas de televisión que se han imaginado (y siguen imaginándose) hacerse cargo de Miraflores y sus dominios. La historia en esto ha sido cruel y enfática: estás élites terminan extraviadas en el laberinto de la realidad y de sus tenores, en las intervenciones en caliente, terminan paralizadas, naufragadas o huyendo del país ante los “poderes mágicos” de políticos y de multitudes de carne y hueso.

Un ardid recurrente de las élites intelectuales opositoras ha sido, precisamente, recalcar desde sus cómodos salones, y desde sus oficinas de lujo, el papel de las instituciones en democracia, abusando de la idea de que su diseño, por demás liberal, es absolutamente neutral y de alcance intergaláctico (un diseño basado en divisiones, contrapesos y procedimientos despolitizados y asépticos), que sólo brutos, autoritarios y bárbaros pueden darse el lujo de menospreciar. En esa combinación entre fetichismo institucional y victimización ha girado el discurso de la oposición en estos años, alejado de las masas y de la política real.

El abismo que existe entre política y arquitectura, hay que decirlo, trasciende la polarización chata y maniquea. No son tan excluyentes como parecen, porque una cosa conduce a la otra y viceversa, generando realidades, dinámicas y hasta contradicciones que cambian la política y también las instituciones de un país. Una cosa es jugar con las formas y otra construir las formas de la política real.

Pero existen instituciones que más allá de los diseños, de las teorías, de los planos y de la buena fe, cuando se tiene, son reales y pesan de demasiado en los procesos de cambio. Este es el caso del Estado puntofijista, herencia adeca, verdadero castillo kafkiano que sigue intacto, una sólida hechura marcada por el clientelismo y la corrupción y que resiste, inconmovible, a las mareas de protesta, a los discursos transformadores y a los nuevos valores esgrimidos.

Hablamos de instituciones que habría que explosionar. Hasta ahora, la práctica de jugar el doble rol -estar afuera y adentro a la vez, ser insurgente y Gobierno simultáneamente- ha dado resultados contradictorios, no siempre positivos. Esta sigue siendo la gran tensión de nuestro proceso: si al chavismo le faltan verdaderos arquitectos que puedan descifrar el misterio kafkiano y desplegar la nueva institucionalidad democrática y participativa, a la oposición le faltan políticos verdaderos, de calle, con sentido popular. Estas son las paradojas de un conflicto que aún no consigue solución. ¿Cuál será el bando que consiga primero lo que tanto le falta?

31 de marzo de 2009

Novela y Política, formas y relaciones no asumidas
La novela de Francisco Suniaga, El pasajero de Truman, ha tenido un éxito tan sonoro desde que salió al mercado que los chicos de Relectura organizaron hace tres sábados una actividad sobre la relación entre política y literatura en Venezuela. A pesar de ser un relación que nos acompaña prácticamente desde el nacimiento de la República, no está demás pensar esas conexiones a la luz del presente. De modo que me invitaron a discutir en una mesa con Suniaga y Armando Coll, y estas son las líneas que escribí para esa ocasión. Por el tipo de diálogo y la participación de un auditorio lleno, por las resonancias que tuvo eso en la prensa, pude confirmar lo que está de cajón: la necesidad que tiene la gente de buscar claves para entender dónde se encuentra parada. Al final de este texto, dejo también la reflexión que hice para la página de relectura y la lista de mis diez libros preferidos (una exigencia del amigo Luis Yslas para entrar al club)

Los amigos de Relectura me invitan, y debo agradecerlo, para conversar aquí sobre una relación que ellos de antemano, desde el título mismo de la tertulia, consideran que no se da de manera natural. Es decir, que entre Novela y Política no hay nada sobreentendido, que se necesita un elemento vinculante, una conjunción, en este caso la “y” interpuesta que cumple la función copulativa, para que pueda darse efectivamente esa relación. Pareciera que de otro modo, fuera de estos recursos del lenguaje, por demás tan comunes, sólo pudiéramos hablar de Novela a secas o de Política a secas. Nunca de Novela y Política como si fueran una sola y la misma cosa.

Me imagino que esta misma lógica servirá para tipificar otras relaciones, o mejor dicho otra falta de relaciones, entre Novela y Crimen, por ejemplo, entre Novela y Hedonismo, o entre Novela y Locura. Más allá del sentido pedagógico implícito en el título de esta tertulia, supongo que hay motivos más que suficientes para pensar que la Novela y la Política son dos universos narrativos taxativamente separados, dos urgencias, dos espacios, dos estéticas que sólo en momentos muy particulares llegan a cruzarse efectivamente. Y que hemos venido aquí, al menos así interpreté la propuesta, para tratar de dilucidar desde nuestras propias escrituras, desde nuestras propias novelas, en qué momento, en que circunstancias, de qué modo, puede llegar a hablarse de esos universos separados como si fuera una relación más que necesaria.

Tendríamos que preguntarnos, como si fuera una rareza del tiempo vivido, qué es lo que hace posible que en un momento dado surjan novelas como La última vez, El pasajero de Truman o Close-Up, por ejemplo. Estoy de acuerdo, formalmente, con la hipótesis de los amigos de Relectura. Novela y Política deberían ser tratadas como dos personajes absolutamente desconocidos que se encuentran en un espacio dado gracias a una modalidad, a un artificio, a una voluntad o en todo caso a un gesto que hace posible que esos personajes tan dispares, efectivamente, se encuentren, se busquen, se enreden hasta hacerse indispensables el uno para el otro.

El principio que me guía es el que esbozó en su diario el escritor polaco Witold Gombrowicz, al explicar que su novela Cosmos partía de un intento por trazar una relación, por demás antinatural, entre un gorrión colgado a un alambre y la asociación entre las bocas de dos mujeres. Juntar esas anomalías, esos problemas tan caprichosos en una novela, exigen al narrador planificar un espacio y desarrollar una línea de sentido. Lo que llama Gombrowicz elaborar un conjunto de suposiciones, de asociaciones, de investigaciones que tratan de imponer un orden narrativo.

Desde esta perspectiva, exclusivamente formal, mi novela La última vez, nace de la necesidad de tejer una relación, a partir de una fuga, entre la muerte por sida de un joven a principio de los años 90, la destrucción afectiva de una familia después de ese fallecimiento y la posibilidad casi luctuosa de reconstruir un universo urbano, político y social que se estaba desintegrando vertiginosamente en el país, el de la clase media baja caraqueña, sobre todo después del 27-F de 1989.

¿Cómo se unen esos elementos tan dispares? ¿Cuál es la estrategia en mayúsculas que guía esta construcción narrativa entre lo íntimo y lo político? ¿Es el compromiso, al estilo de la firme tradición de escritores latinoamericanos como Rodolfo Walsh, Orlando Araujo o José Roberto Duque, por citar tres ejemplos de escrituras comprometidas? ¿Es, más bien, el distanciamiento estético? ¿La sátira? ¿El giro irónico? Quiero pensar que lo que hace posible la relación entre lo íntimo y lo político en mi novela es una estrategia kafkiana: mostrar el radical extrañamiento entre el narrador-personaje y el paisaje social que lo circunda. Me plantee crear un efecto de incompatibilidad, de incomprensión entre el narrador y las señales, las claves y los afectos que se le presentan a lo largo de la novela, hasta poner en cuestionamiento su propia manera de presentarse. Buscaba crear una atmósfera de profunda desesperación e incertidumbre en la que ni siquiera la referencia al narrador pudiera ser confiable. La idea era que la sensación de incertidumbre pudiera funcionar tanto a lo interno de la historia ficcional como a lo externo, como una forma de nombrar el contexto sociopolítico que vivió mi generación, marcado por la desintegración de universos simbólicos estables, por la irrupción de nuevas estéticas, de nuevos modos de ser, de nuevas socialidades, más cercanas al caos, a lo informe, que a cualquier otra cosa. Me interesaba representar el choque de mundos, al mejor estilo borgeano, desarrollado en un cuento como Tlon, Uqbar y Orbis Tertius, modelo narrativo por excelencia de este tipo de estrategias.

En otro nivel, que escapa a lo puramente formal, el escritor es un hombre que registra la constante mutación del mundo. El escritor no flota, solitario, en un espacio galáctico como algunos personajes de Bradbury, sino que está atrapado desde el principio en el lenguaje de los otros. Pienso que la política en mayúsculas no se da en todo tiempo y lugar. La política, en cuanto se vuelve cuestionamiento, interrogantes y profunda revisión de la idea y destino de la comunidad, es un fenómeno que surge de manera intensa en períodos de gran crisis institucional, cuando desaparecen y a la vez emergen otros sentidos y estéticas de la ciudad, de un país en particular, del mundo en general.

Sin duda, cada generación en Venezuela ha estado marcada por algunos acontecimientos que colocan, en primer plano, la necesidad de la política, como materia siempre pendiente, siempre por hacerse, siempre en estado de deuda permanente. El siglo XX literario venezolano se podría contar a partir de grandes acontecimientos: la larga dictadura gomecista, la posibilidad democrática y moderna que se abrió después de 1935, la dictadura perejimenizta, la exclusión de los comunistas de la dinámica democrática de los sesenta y la consecuente guerra de guerrillas, la Venezuela saudita de los setenta, el Viernes Negro, el 27 de febrero, los golpes militares, la crisis bancaria, el fin del Pacto de Punto Fijo, la llegada de Chávez y la Revolución Bolivariana, el golpe de abril… En fin, acontecimientos que exigen cierta escritura, cierta elaboración, cierta meditación y que, gracias a Dios, no se disuelven en las conversaciones de los café, en las clases de la universidad, en los rituales del voto, no se sudan en los gimnasios y sobre las bicicletas estáticas, sino que vuelven una y otra vez en forma de novela, de ensayo, de cuentos, de poesía, de cine. Nuestra cultura puede ser contada como una larga disputa política, como un largo desacuerdo o desencuentro, que consigue su forma en la novela, por ejemplo. Proceso que incluso el escritor no llega a controlar del todo nunca, porque, como sabemos, en su literatura son otros los que hablan.
Quizá, y para terminar, deberíamos recordar que toda escritura es política, a fin de cuentas, porque el lenguaje es político: se trata de usar unas palabras y no otras, de darle visibilidad e importancia a unas referencias, a unos datos, y no a otros. Como dice el gran escritor argentino Ricardo Piglia, y con esto termino: la literatura actúa sobre un estado del lenguaje. Quiero decir que para un escritor lo social está en el lenguaje. Por eso si en la literatura hay una política, esa política se juega ahí, en el lenguaje (...) En nuestra sociedad se ha impuesto una lengua técnica, demagógica, publicitaria y todo lo que no está en esa jerga queda fuera de la razón y del entendimiento. Se ha establecido una norma lingüística que impide nombrar amplias zonas de la experiencia social y que deja fuera de la inteligibilidad la reconstrucción de la memoria colectiva”. Quizá nuestros libros no sean más que esto: modestos esfuerzos, discretos acercamientos a la compleja reconstrucción de nuestra memoria colectiva, esa memoria tan particular y tan ingrata de la que habla Ricardo Piglia.
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¿Ficción o realidad?
Tengo la fantasía, por demás absolutamente borgeana, de vivir algún día dentro de los libros. Mejor dicho, de perderme para siempre en un laberinto sin fin de palabras; palabras que buscan infatigablemente enhebrar aventuras, que buscan pleito, que se precipitan –filosas– como tragedias, que le arrancan al amor sueños y verdades. Pero despierto todas las mañanas en un mundo áspero, obstinado, lleno de rutinas y balances arbitrarios. ¿Cuál de los dos mundos es importante? ¿Cuál de los dos mundos resulta esencial para mí? No tengo respuesta a esas preguntas. La realidad sin ficción sería como tener una bolsa de plástico vacía entre las manos; la ficción sin realidad sería una cosa tan inútil como comerse una papa cruda. La cuestión consistiría en pensar simultáneamente lo grande y lo pequeño, lo trascendental y lo banal, lo íntimo y lo político; formar un tejido continuo con esos elementos vislumbra, indudablemente, la dimensión de un compromiso con la vida, la lectura y la escritura.

Mis libros preferidos
1.- Ficciones, Jorge Luis Borges
2.- El castillo, Franz Kafka
3.- Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
4.- El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
5.- Trasatlántico, Witold Gombrowicz
6.- Los emigrados, W.S Sebald
7.- El marinero que perdió la gracia del mar, Yukio Mishima
8.- El desfile del amor, Sergio Pitol
9.- Desgracia, J.M Coetzee
10.- Pedro Páramo, Juan Rulfo
Todo esto en la página www.relectura.org

1 de marzo de 2009

Contracorriente/Revista Poder
Revisión indefinida


Se despejó la incógnita de la enmienda constitucional. Se confirmó en las urnas la respuesta de una parte del país, la mayoría, que ha venido insistiendo en los últimos diez años, en coyunturas diversas y de manera reiterada, en apoyar el proceso de cambios liderado por el presidente Hugo Chávez. Con una altísima participación, dato que empieza a ser redundante en la política venezolana desde la polarización iniciada en 2002, el país salió del mes de febrero con tareas verdaderamente apasionantes y titánicas por continuar.

Existen muchas maneras de abordar los resultados del pasado referéndum. Sin embargo, me gustaría destacar que más allá de las comparaciones, del análisis convencional de las regularidades, de los ascensos y descensos en la popularidad de fulanito o de menganito, la consulta electoral reveló una vez más el valor central que ha tenido, y tiene, el liderazgo para movilizar voluntades y para cohesionar a una mayoría de clara raigambre popular.

A este dato fundamental de la política venezolana hay que agregarle su complemento: el universo simbólico de esos 6 millones de votantes que están convencidos en 2009 de que Chávez garantiza la continuidad del proyecto de cambios, no es ni remotamente el mismo que sirvió para conquistar la presidencia en 1998. En diez años esas voluntades populares han venido transformándose y en buena medida ya han definido otra visión de país (una visión que parte de lo popular como centro de la política y de la gestión estatal).

Si esto no fuera así, hace rato que Chávez habría perdido todo su caudal electoral. La gente, en buena medida, ha hecho suya las causas que han estado en juego en el debate político. Esto hay que subrayarlo para evitar malos entendidos: no sólo de carisma o de clientelismo se alimentan las mayorías, como piensa la oposición más rancia. Si bien ésta ha sido una década marcada por la necesidad, desde el liderazgo, de interpelar a los sectores populares, de soldarlos a nombres, a títulos, a rituales y proyectos, hoy ya podemos definir las dos grandes causas que mueven a esos 6 millones de chavistas: la lucha por la inclusión, la participación y con ello la redefinición de una nueva soberanía popular; y el antiimperialismo como mecanismo para establecer nuevas y más productivas relaciones con el mundo, especialmente con América Latina.

El chavismo ha sido una mezcla continua de enfoques y aproximaciones que apuntan a la construcción de nuevas relaciones entre Sociedad, Estado y Mercado. Es un campo político en constante construcción, de allí que haya tenido altibajos importantes en los últimos años, especialmente cuando se atrevió a dar el salto del antineoliberalismo a la promoción de un socialismo del siglo XXI. Esta mayoría, que se manifestó previamente en las elecciones regionales y que creció, con respecto a la consulta de la fallida Reforma Constitucional en dos millones de votos, ha sido despreciada sistemáticamente por una oposición que simplifica el fenómeno de lo popular. Desde esta perspectiva, Chávez y sus simpatizantes son un ungüento con los peores emolientes: personalismo, clientelismo, mediocridad, derroche de petrodólares, corrupción. No en vano, los analistas pasan una semana criticándolo por estalinista, a la siguiente se lo cargan como fascista y más adelante hablan de militarismo. Y otra vez a comenzar.

A partir de este desprecio por lo popular, la oposición ha hecho una política que tiene limitantes gigantescas, puesto que no logra dar con eso que puede llamarse el “alma del chavismo”, ese plus que va más allá de los balances y de las cifras macroeconómicas, que va más allá de los intereses y de las rentas, de las campañas de miedo y de las amenazas exteriores. Hablamos de algo parecido a la esperanza, esa sustancia que no se agota en las transacciones cotidianas y que habla, más bien, de la inmensa necesidad que tiene la mayoría de cambiar, radicalmente, los valores que aún imperan en Venezuela.

La oposición certificó que febrero sería el mes del fin del mundo, de la perpetuación dictatorial y de todas esas tonterías sacadas de un maniqueo think thank. Una vez que nos dimos cuenta que la vida continúa, que sigue teniendo sus lunes y sus martes, y que la tan manida perpetuidad puede ser una palabra tan frágil como tener 8 o 9 puntos de ventaja en una consulta electoral, la política sigue siendo el territorio de lo incalculable. A la oposición, sin duda, le sale urgentemente una revisión indefinida de sus grandes apuestas.

La política venezolana necesita urgentemente de la emergencia de líderes intermedios, de nuevas caras que logren darle al movimiento popular otras referencias, nuevas guías para continuar transitando el complejo proceso de cambios, que está visto opera a muchos niveles. Hasta ahora existe un sólido líder en la cima del Estado y muchas referencias comunitarias. Falta construir el tejido definitivo intermedio, entre el Estado y esas comunidades. La política está pidiendo, de cara a las cruciales elecciones de la Asamblea Nacional, otros rostros. El chavismo se juega con esos rostros la posibilidad de demostrar que es algo más que una esperanza de millones, que también puede ser una poderosa materialidad de larga duración. Demoler el Estado inoperante y terminar de hacer funcionar la nueva institucionalidad es quizá el desafío crucial que tiene el gobierno de Chávez, si quiere sostener su candidatura por un período más de gobierno.

26 de febrero de 2009


A veinte años del Caracazo


La potencia constituyente del 27-F
y sus consecuencias sociopolíticas



Desde hace muchos años vengo escribiendo sobre el 27-F. Hace unas semanas conseguí en una caja polvorienta el libro que editó la Escuela de Comunicación Social de la UCV en 1990, en la que un grupo de estudiantes y profesores, donde me incluyo, buscaba afanosamente las claves fundamentales del “gran acontecimiento” que marcó a nuestra generación. Desde entonces, desde la imposibilidad misma de conseguir esas claves, de sistematizarlas, he escrito ensayos, crónicas vivenciales y hasta un capítulo de mi novela (La última vez, 2006), sin que hasta ahora pueda sentirme contento, fiel a la situación. El 27-F tiene la complejidad y el abismo de los traumas, verdadero epicentro de rebeldía, caos y dolor que sigue viviendo entre nosotros gracias a las distintas recreaciones, sobre todo hechas por sus víctimas protagónicas. El cúmulo de estrategias que he venido desarrollando alrededor del 27-F (crónicas, ficciones, razonamientos) se soporta en un resentimiento incurable y en una deuda imposible de saldar. El acontecimiento 27-F sigue manteniendo su potencia, potencia que se cierne sobre las políticas públicas, sobre el diseño de las instituciones, sobre los mecanismos de mediación. ¿Qué ha ocurrido desde entonces, desde aquel día en que la sociedad se sublevó violentamente contra el Estado? He aquí lo que escribí para la revista SIC de este mes


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Hay fechas que no tienen punto y aparte. Fechas que de pronto se rajan en dos y quedan con las tripas abiertas, fechas que inexplicablemente se desparraman más allá de sus horas y sus días, y continúan en lo sucesivo recitando el turbador monólogo de los locos y los delirantes. Hay fechas que torturan los calendarios y desquician los balances, las matemáticas, los tribunales hasta que nadie tiene una idea adecuada de cómo fueron, de por qué ocurrieron e incluso de lo que ocurrirá después. Son fechas que no consiguen una sola palabra en el diccionario que le ponga límites precisos, garitas de vigilancia o rejas eléctricas. La palabra impunidad ni siquiera logra capturarlas en toda su dimensión, ni transformarlas en un capítulo más de nuestra larga tradición en materia de represión, de vacíos institucionales y de injusticias.



Son fechas indomables que se resisten a cualquier informe forense, a cualquier versión oficial. Son fechas que se parecen al testimonio impenitente de José Arcadio Segundo, el de Cien años de soledad, que se la pasaba por todos los rincones de la novela rumiando que “debían ser como tres mil” los muertos que habían lanzado desde un tren a las profundidades del mar. Son fechas que siguen desprendiendo -a 20 años de haber ocurrido- la emanación espesa de la rebeldía, del humo, del plomo y la sangre.


Son fechas que se parecen a las tantas bombas de fósforos que lanzan los israelíes sobre los territorios de Gaza: se fragmentan en cientos de haces hirvientes que van derritiendo todo lo que consiguen a su paso, el cemento, las vigas, los huesos, pero también las instituciones, los partidos, las ideologías, los referentes. En definitiva, este cuento puede empezar a contarse a la manera de Walter Benjamín y su perturbador ángel de la Historia: el 27 de febrero de 1989 termina convirtiendo en chatarra la visión y el mito de una nación grandilocuente llamada Venezuela, y abre un espacio infinito para recuperar imaginarios perdidos del pasado y para construir una alternativa política viable para el futuro.




Ruptura, trauma y lucha hegemónica
La historiadora Margarita López Maya considera que el 27-F fue una ruptura con el proceso socio-histórico venezolano. No se trató simplemente de un evento más, ni de otra de las tantas protestas que se habían desatado en el país desde mediados de los años 80. Por su forma violenta, tiene un antecedente en las revueltas sociales de 1935 y 1936, que devinieron con la muerte del General Gómez. Pero más decisivamente, el 27-F fue una eclosión del universo de lo popular sin precedentes en la historia del siglo XX, en el contexto de una forzosa transición política iniciada con la sustitución del modelo estatista de gobierno por el esquema neoliberal que empezó a imperar a partir de entonces.


Al 27-F debe dársele el estatus de acontecimiento propiamente revolucionario. A partir de allí, la sociedad no volvió nunca más a ser la misma, y todas las formas de contención y mediación institucional que existían quedaron al desnudo en toda su inutilidad y entraron en una acelerada decadencia. Venezuela dejó atrás su larga ilusión de armonía y empezó a vivir un conflicto permanente de clases sociales, mentalidades y liderazgos.


La descomunal y masiva reacción de la sociedad no puede ser mecánicamente asociada a la fiesta encopetada de la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez, al alza del pasaje interurbano, al incremento del precio de la gasolina, al programa de reajustes económicos o al neoliberalismo. Ninguna de las causas usualmente expuestas logra explicar con claridad la manera cómo la sociedad interrumpió y deshizo de manera violenta sus “sólidos” mitos y contratos de convivencia. Por más causas objetivas que se coloquen sobre la mesa para sopesar lo que desencadenó la revuelta, aún siguen quedando intactas las posibilidades de interpretación, de reescritura, de apropiación de esos hechos. Bien para enaltecerlos, para alentarlos, para construir a partir de ellos un nuevo imaginario de rebeldía, o bien para condenarlos, minimizarlos o silenciarlos.


El 27-F no tiene identidad concreta ni posibilidad de lectura objetiva y plena. Es, como tal, un acontecimiento inédito. Al igual que el concepto de trauma para el psicoanálisis, el 27-F plantea un radical divorcio entre lo que es objetivo y la memoria de esos hechos, entre lo ocurrido y la subjetividad como lugar incesante de creación y recreación de la realidad. De esa dislocación constitutiva surgieron los relatos políticos e ideológicos que crecieron y maduraron en los años siguientes (en términos políticos, éstos se manifiestan en el crecimiento de la Causa R, en el nacimiento de Convergencia y en la irrupción del MBR-200).


No en vano hay que agregar que si el 27-F tiene la fuerza de romper con la tradición política, con el pasado puntofijista, como dice Margarita López Maya, también tiene el poder de parir los nuevos imaginarios sociopolíticos de la Venezuela marcada por el tropiezo, el reacomodo y la lucha hegemónica. Desde el 27 de febrero de 1989, el país inició un radical proceso de sublevación de la Sociedad contra el Estado, que se manifiesta en el tremendo cortocircuito existente entre las múltiples demandas sociales y las formas institucionales, entre la pulsión social que exige inclusión y representación y las formas burocráticas encargadas de administrar los descontentos y malestares.


De lo constituido a lo constituyente

Ese proceso que se inició en 1989 puede definirse, a grandes rasgos, como el salto de la inercia institucional al vértigo y las transformaciones permanentes. Es el salto de las certidumbres a la desconfianza masiva y a la acción política incesante, ésta última con el fin de construir las nuevas identidades colectivas y la fuerza de las mayorías. Es el salto de los territorios consolidados y estables de la sociedad, con sus distintos actores y roles, a los reordenamientos acelerados y las transmutaciones simbólicas e ideológicas.


El 27-F plantea por primera vez la dinámica entre Poder Constituido y Poder Constituyente, impulsada fundamentalmente por la gente a través de organizaciones sociales y políticas nacidas en coyunturas específicas. De manera paradójica, y como para abultar la confusión de aquellos tiempos, la sublevación del 27-F coincide con el descongelamiento de las sociedades comunistas. Mientras en el mundo fenecía el modelo burocrático a la soviética, sin violencia y sin disparos, en Venezuela y en América Latina en general se impugnaba tempranamente el modelo de globalización neoliberal y se trataba de arremeter contra el pesado Estado, que había dejado de servirle a la gente desde finales de los años 70.



Quizá por los efectos de la coyuntura internacional y la condena unánime a cualquier alternativa política de izquierda, la fecha se prestó tempranamente para una lectura mezquina y miope desde las alturas del poder. Los edecanes del Consenso de Washington, los defensores del Estado mínimo, del libre comercio, de las privatizaciones y del fin de los proteccionismos –la derecha, en resumidas cuentas- consideraron por años que la sociedad sublevada del 27-F condenaba el populismo y el burocratismo devenido del lánguido Pacto de Punto Fijo. Que la sociedad en realidad pedía eficiencia, seguridad, expertos y productividad.



La miopía no sólo estaba a la derecha en esta historia. Tampoco la izquierda, enquistada desde comienzos de los años 70 en las formalidades electorales, pudo leer adecuadamente la potencia constituyente que emanaba del 27-F. Cabrujas, por citar al más célebre de los intelectuales de esa izquierda, decía que no se trataba de un saqueo revolucionario ni de una toma de palacio de invierno. Aseguraba, por esos años, que detrás de esa alegría de quienes cargaban reses al hombro en medio de avenidas y calles, o de la algarabía de los que subían televisores y neveras por sinuosas y empinadas escaleras barrio adentro, no había ninguna actitud revolucionaria. Ninguna consigna ética que se usara de pata de cabra para levantar santamarías. Lo que había, decía, era la confirmación de un juego trágico.


¿Juego? ¿Se trataba realmente de un juego? La imagen que se le había quedado grabada a Cabrujas de esos hombres y de esas horas ardorosas era la de una portentosa sonrisa inmemorial, casi macondiana, que podía definirse como la del típico “venezolano jodedor”. Lo esencial era que el tumulto y la sangre eran un producto abominable del espejo y las imitaciones: “Si el presidente es un ladrón, yo también; si el Estado miente, yo también; si el poder en Venezuela es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley impide que yo entre a la carnicería y me lleve media res?”.


¿Por qué nos suena hoy a tan poca cosa esta descripción, ante las consecuencias que ha tenido el 27-F en el cambio del panorama político de los últimos 20 años? Razón tenía el comunista Federico Álvarez cuando denunciaba en esa fecha, y con profunda melancolía, cómo la izquierda venezolana formalizada perdía una vez más el tren de las tempestades sociales: “Nuevamente a los partidos de izquierda los sorprendió la aurora fuera de foco”.


La nueva centralidad de lo popular
El desafío fundamental de la revuelta del 27-F era construir una alternativa política viable a partir de la explosión de mayorías populares que se manifestaban al margen de las instituciones democráticas. La derecha, por un lado, aprovechó para profundizar las reformas neoliberales, alegando que el desborde social era fundamentalmente contra el Estado (y por reacción clientelar ante el recorte de los subsidios y las ayudas) y no contra los mecanismos invisibles del mercado. La izquierda, encallada en el juego de opiniones, subestimó esta eclosión social y a lo sumo concedió que era el signo de una metástasis institucional avivada por un “país de jodedores”.

Sin embargo, la tarea política estaba por hacerse, desde esquemas, estrategias, tácticas y contenidos muy diferentes a “las prácticas políticas asentadas en la era democrática”. Estaba en juego la compleja articulación de las infinitas demandas sociales y populares, y estaba en juego la construcción de un proyecto político alternativo que estuviera al alcance de los actores del 27-F, es decir, de ese pueblo que reclamó con furia inclusión, participación, protagonismo en el circuito de los bienes y una redistribución con más sentido de justicia de los ingresos.


El desafío era perfilar un proyecto que hablara como la gente de nuestros barrios, que subiera cerro y creciera con el aporte y la voluntad de los ciudadanos de a pie. La tarea no radicaba en salvar al Estado muerto, ni a los beneficiarios de la política neoliberal, pero tampoco radicaba en avivar la lucha de clases, a la manera marxista, sino de intervenir políticamente en una conflictividad social cada vez más multiforme, donde las mayorías se pudieran construir en la calle a partir de condicionamientos socioeconómicos y comunicacionales, de pasiones y discursos ideológicos y de intereses que crecían fuera del Estado. Más que una situación marxista, el 27-F generó una situación hobbesiana, una especie de guerra de todos contra todos (y de suma de todos contra todos) que fue despejando el camino para una nueva hegemonía política y para la posibilidad de erigir un nuevo Estado. Sin duda, el 27-F es el acontecimiento originario que explica nuestro presente, y su potencia se cierne como un espectro implacable y amenazante sobre las políticas públicas de hoy.


14 de febrero de 2009

Un portento llamado Iván García


Se trata de uno de mis grandes amigos, está por Caracas estrenando disco y dará un concierto el próximo viernes y el sábado en el Corp Banca, con un trabuco de músicos del patio. Le debo al Negro Iván, entre tantas cosas vividas en España, que haya cantado a capella un soberbio Ave María en la inglesia del Pi, en el Barrio Góitico de Barcelona, una tarde fría de noviembre de 2003, cuando se nos ocurrió tomar la iglesia para casarnos Tiziana y yo, en un ritual simbólico, al margen de las autoridades del templo. Una boda instituyente, podría decirse en estos tiempos, la que hicimos y que vale la pena recordar hoy, Día de los Enamorados. Este texto lo escribí para el primer disco de Iván como solista, se llama Traigo de Todo, acaba de salir y lo venden en las tiendas Esperanto. Allí mismo pueden comprar las entradas. De verdad, vale la pena un montón. No dejen de ir al concierto







Conocí a Iván García gracias a un usufructo que casi me lleva a considerar la posibilidad de quedarme con su piso, ubicado en el corazón del Barrio Gótico de Barcelona, justo a 30 o 40 metros de la bellísima Plaza Real. Era un sueño de lugar. En aquel entonces, septiembre de 2002, no tenía ni remota idea de quién era Iván García. Había llegado a ese apartamento tal como se llega cuando te mudas de continente: a través de una amiga de un amigo de otro amigo que tenía una amiga que lo conocía. Cuando entré a la casa de El Negro, como lo llamaban en esa larga cadena de afectos caraqueños, comprendí que estaba tratando con un raro cantante lírico: meticuloso, disciplinado, pero a la vez explosivo y febril.
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Con los años barceloneses, con sus presentaciones en los mejores teatros de la ciudad y con las noticias que traía de sus conciertos en prácticamente toda Europa, conocí las tantas y tan desconcertantes habilidades artísticas que tiene El Negro Iván García. Todo un portento: un bajo con un color único de voz, tallado en abismos que no se agotan en ninguna referencia o gusto musical. Una voz sin fondo, capaz de atizar los más intensos ritmos afrovenezolanos como si fueran su alfabeto primigenio. Un bajo capaz de moldear un Don Giovanni como el mejor de los cantantes italianos. Un bajo capaz de subvertir completamente los tonos convencionales de ciertas piezas del repertorio popular venezolano, como el canto de ordeño y la tonada criolla. Un bajo capaz de cantar, incluso, baladas amorosas e infantiles con una ternura, una pasión y una dulzura sólo comparables con las de Alfredo Sadel o Morella Muñoz.
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Este disco deja sin respiración a cualquiera. La complejidad musiclal del Negro está registrada de una manera desconcertante y asombrosa. Más que un disco, éste es un soberbio proyecto musical para los años por venir. Traigo de Todo funde tradiciones, establece conexiones hasta ahora poco exploradas entre la música venezolana (en sus vertientes nacionalista, afrovenezolana y urbana), la académica y la música pop.
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Quienes entren en su juego podrán sentir que el disco tiene varias rutas, varios planes. Es un trabajo detallado que habla de madurez y sabiduría. Los arreglos y recreaciones sonoras hechas por Lorenzo Barriendos y un conjunto de músicos venezolanos hacen de Traigo de Todo una verdadera joya, vanguardista en muchos sentidos (joropos-bulerías, tambores, boleros, baladas). Incluso lo acompañan amigos fieles de toda la vida, que han prestado su voz y hasta sus canciones para este proyecto, como Franco De Vita, Soledad Bravo y Diego Álvarez, el hijo prodigio de Morella Muñoz.
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Confieso que tengo una irresistible debilidad por las verdaderas osadías que están presentes. No quiero dejar de destacar algunos de sus logros más notorios: el aria “Madamina il Catalogo é Questo”, de la ópera de Morzart Don Giovanni, que ha sido traducida a ritmo de Chimbangle con una soltura que casi la hace afro venezolana. La pieza de Gonzalo Grau que es todo un alarde vocal, "Afro-vocalise", y que habla del tipo de cantante que es el Negro Iván García, y las piezas de Antonio Estévez, "El ordeñador", interpretada inmejorablemente con una crudeza y elegancia que superan cualquier expectativa, y "Habladurías", verdadero himno a la sabrosura caribeña, a la fiesta y a la liberación de los sentidos. Podría pasar más tiempo colocando epítetos sobre este disco. Dejemos que ustedes sean los que descubran el oro negro que fluye a borbotones por sus 18 canciones.
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Información del concierto
La versatilidad y talento de este cantante venezolano lo ha llevado a triunfar en los más prestigiosos teatros, festivales y recitales del mundo, mereciendo favorables críticas de los expertos y el aplauso del público: Colón de Buenos Aires, Opera de Tel Aviv, Opera de Lyon, Comedie de Montpellier, Gran Teatro Liceu de Barcelona, Teatro dei Rinnovati de Siena, Metropolitano de Medellín, Liceo de Salamanca, Teatro Arriaga de Bilbao, Bellas Artes de México, entre otros. Su voz y presencia escénica también han impactado durante sus conciertos en Konzerthaus de Viena, Concertgebouw de Amsterdam, Auditorio de Barcelona, Auditorio Nacional Madrid, Beaune, Ambronay, Perigueux, Vredenburg de Utrecht, Styriarte en Graz, Altstadtherbst Festival Dusseldorf, Perelada, Toroella de Montgrí, Teatro Lliure Barcelona y Teatro Español de Madrid. Este destacado artista internacional, abre espacio en su ocupada agenda de presentaciones este mes de febrero para presentar en Venezuela su primer disco como solista en un concierto especial producido por la Fundación Morella Muñoz, que se celebrará el viernes 20 y sábado 21, a las 08:00 pm, en Corp Banca Centro Cultural. Están invitados. Las entradas, en taquilla y en las tiendas Esperanto. Traigo de Todo se presentará el viernes 20 y sábado 21 de febrero, a las 08:00 p.m., en la Sala de Conciertos de Corp Banca Centro Cultural, ubicada en La Castellana. Las entradas, cuyo costo es Bs F. 80, están disponibles en las taquillas del teatro. Mayor información y venta a través de los teléfonos (0212) 206.11.49 / 2149.

31 de enero de 2009

Contracorriente/Revista Poder
El poder de Israel, y sus ironías

Una intriga recorre al mundo globalizado. No es un eterno fantasma, como el comunismo. Es precisamente todo lo contrario: una materialidad demasiado concreta y poderosa, demasiado omnipresente e impermeable a cualquier debate, a cualquier esfuerzo diplomático, a cualquier institución multilateral. Esa materialidad se funda en una violencia militar descomunal y aspira a la total sumisión de oponentes y adversarios. Esa materialidad tiene nombre y apellido: se llama democracia liberal. Y además ha conseguido un lugar preciso –Israel- para desplegar sus ensayos, de incalculables consecuencias por demás.

Israel es el lugar que se ha erigido como laboratorio para sondear, mundialmente, hasta dónde se puede aplicar, por vía unilateral de la violencia de Estado, el descuartizamiento sistemático de las diferencias étnicas y religiosas. Ese es el lugar donde la política, ante las tecnologías bélicas cultivadas con esmero, visión de negocio y dedicación casi sádica, se convierte en un simple arreglo floral, en un sombrero de pumpá o en un licor dulce para la sobremesa.

La nación israelí es una esquirla de Occidente en el mundo musulmán. Es un estado que encarna formalmente los valores que ha promovido Occidente en la era global: democracia, derechos humanos, libre mercado. Pero en la práctica se comporta como una especie de aceitado Caballo de Troya, armado hasta los dientes de fundamentalistas -con fuerte apoyo de las grandes potencias- que busca silenciar a como dé lugar a los “bárbaros” del mundo musulmán, en particular al pueblo palestino que “carece de herramientas para dialogar pacíficamente”.

Se promueve ante el mundo como portador de una racionalidad modelo. Pero lo hace en nombre de una necesidad religiosa de arraigo a una tierra, en desmedro de Palestina, acusada históricamente de ser fundamentalista y nido de terroristas. Mientras el empaque liberal de Israel se despliega en la práctica con soberbia étnico-religiosa, los palestinos reclaman sus más elementales derechos seculares: formar un Estado soberano. Israel es el país de la razón secular por excelencia, al que se le inventó una Patria para albergar a sus patriotas, pero no deja que los invadidos de entonces accedan a los mismos derechos de los colonos de ahora.

El sionismo ha sabido promover una imagen democrática y liberal ante la comunidad internacional, defiende las instituciones como un acto de soberanía popular pero desconoce abiertamente a un pueblo que decidió ser representado, en abierta mayoría, por un partido como Hamás. En otro tiempo, quizá en la época del audaz primer ministro Itzjak Rabin, cuando se avanzó en las negociaciones de paz y reconocimiento, se habría dicho que en la política hay que dialogar con los interlocutores de verdad, con líderes auténticos, por más radicales que éstos sean. Sin embargo, el maniqueísmo chato y la poca tolerancia que están demostrando las democracias liberales de hoy, ha hecho que Hamás fuera demonizada sin atenuantes, y acorralada junto a todos los palestinos de la Franja de Gaza.

El resultado de esto ha sido el asesinato y la destrucción masiva ocurridos a comienzos de año. Vale la pena destacar lo que dijo el embajador israelí en España, Rafael Shutz: “los palestinos deben asumir la responsabilidad de haber elegido con sus votos a una banda terrorista. Eso tiene consecuencias”. Quizá Shutz nos quería decir que el objetivo real de esta operación bélica no fue la banda terrorista Hamás, ni sus dirigentes, sino quienes le votaron, es decir, el propio pueblo palestino. Así se justificaría el asesinato de más de 1.300 personas en Gaza -la mayoría niños y mujeres- y se comprendería a cabalidad la sistemática aniquilación que ocurre en un territorio que se extiende a lo largo de 40 kilómetros: muros enormes y macizos, vigilancia militar, bombardeos aéreos, bloqueo de alimentos y medicinas, despojo de territorios fértiles, imposibilidad de movimiento.

Para nadie es un secreto que el objetivo final de los israelíes es liberar de palestinos a los territorios de Gaza. Quieren limpiar el sur del país de cualquier otredad religiosa. Vale la pena recordar a Bertolt Brecht cuando decía, con respecto a las rebeliones obreras de 1953 en la Alemania comunista, que “el Partido no está satisfecho con su pueblo, así que lo reemplazará por otro pueblo más entusiasta con su política”. El objetivo orwelliano de los israelíes está en marcha en Gaza, pero antes de que pueda cambiarse a un pueblo por otro habrá una humillación sin límites para implantar un sistema de sumisión total.

Desde la perspectiva del Poder, humillar y someter sirven de mucho, pero desde la perspectiva de la Política, significa simplemente su defunción. Quizá la mayor de las ironías sea que en los campos de concentración nazi, los judíos le llamaban “musulmanes” a los compañeros que alcanzaban el grado más degradante de humanidad jamás visto, en el que parecían “muertos vivos”. Ese fue el producto más horroroso que dejaron lo campos de concentración, testimoniado por los propios sobrevivientes. Los judíos se negaban a morir como judíos en esos campos, y lo hacían como musulmanes. Ahora en Gaza se han invertido los papeles y son los musulmanes los que mueren de la misma manera como murieron los judíos en Auschwitz.

2 de enero de 2009

Contracorriente/Revista Poder
Miedo y reacción


Una fría mañana de diciembre me tropecé con un artículo de El País que hablaba de las descomunales tareas que le esperan a Barak Obama a partir de enero, cuando le toque desactivar desde la Casa Blanca esa peligrosa bomba de tiempo llamada el Medio Oriente. Explicaba el articulista que después de la invasión a Irak, se ha venido produciendo en la región una especie de “somalización” de la sociedad. Esto significa -en jerga africana de la más baja ralea- que cada día más gente se coloca al margen del Estado, contra el orden y las instituciones existentes, muchas de éstas denominadas “democráticas” según el caprichoso canon de la globalización.

En el Medio Oriente, decía el artículo, todos los días hay gente que se suma a la rebeldía contra Occidente y sus fetiches, y en este contexto los escenarios de violencia urbana y cotidiana son muy difíciles de revertir. Si queremos un siglo en paz, concluía el analista, debemos aplicar una dosis “justa” de militarización y, eventualmente, de agresión bélica para neutralizar el virus de la sublevación que se esparce por toda la región. El artículo, bien argumentado, no era más que una variante si se quiere correcta, atildada, del enfoque guerrerista o policíaco que trata de impulsar Occidente en este agitado siglo.

Como ha venido ocurriendo desde 2002, con el remake de la Guerra Fría que impuso el clan de los Bush, los razonamientos que circulan por la gran prensa apuntan a neutralizar un deslave volcánico en ciernes, a evitar que ese magma peligroso de los “primitivos”, de los “salvajes”, de los “fundamentalistas” se expanda aquí y allá, y termine estremeciendo el día menos pensado las columnas de nuestras propias casas. El miedo es hoy por hoy la coartada perfecta para movilizar al planeta, para que la gente, desde la sensación de pánico, perciba que hay seres definitivamente violentos y peligrosos que nos tienen en la mira.

La gran prensa mundial habla de los conflictos recónditos del planeta como si fueran una lava hirviente que apunta directamente hacia nuestras vidas. Una oscura fuerza irracional está en movimiento, el Mal radical de las sociedades que se resisten a progresar desde la paz, la democracia y la tolerancia, ideales propios de los países más avanzados, y por supuesto de gente estudiada y de buena familia. Desde esta perspectiva, todo lo que acontece en la media luna terrorista del Medio Oriente debe ser neutralizado, sin que sepamos muy bien cuáles son sus reales demandas y sus verdaderas razones.

El filósofo francés Alain Badiou ha descrito recientemente esta elaboración ideológica en torno al miedo, que denomina miedo primitivo: la percepción de que “otros” más feos y peligrosos nos quieren quitar nuestros privilegios en sociedad. Esos otros, por supuesto, son una lista larga de escorias que la encabezan los llamados -en lenguaje local- “bichitos”, “becerritos”, “monos”, “huelepegas”, “malandros” y por supuesto “chavistas”. El miedo primitivo está hecho para reaccionar a cualquier movimiento del Otro, para evitar que ese Otro pueda llegar a visibilizarse en toda su dimensión.

El miedo, definitivamente, es la peor de las trampas montadas para entender el siglo que nos toca vivir y transformar (ese es el detalle, hay quienes todavía creen que hay que transformar lo menos posible). Hay un asombroso “realismo” en nuestros intelectuales y expertos, que estigmatiza el conflicto, el caos, las rebeliones, y que se sostiene en pensar que el mundo -que ya anda mal- pueda ir en realidad peor, así que no deberíamos atizar más los desencuentros, ni desafiar a los gigantes de siempre, que para eso son gigantes, más grandes y más fuertes. La ley de este razonamiento a partir del miedo es la del mínimo esfuerzo posible, de la mínima voluntad en juego.

Miedo que conduce a la impotencia, por supuesto, y a delegar los más bajos instintos en líderes, medios y voceros. Todo lo que suene a reacomodo, a sacudón, a caos, debe ser sistemáticamente criminalizado. Atrapados como estamos en una fórmula matemática de la sociedad perfecta, basada en la democracia representativa, los derechos humanos y el libre mercado, todo lo que suene a entropía, a movimientos sociales, a politización de la economía, a sublevación social, desemboca inevitablemente en lo primitivo y lo autoritario.

Para los que he en estos años venezolanos han tratado de hacer una distinción casi moral entre mercado y populismo, entre libertad y autoritarismo, distinción que ha permitido a la derecha nacional señalar que el caudillo del trópico limita la libertad de expresión, hay que recordarles que el parlamento inglés y ciertos círculos económicos muy influyentes de Europa y Estados Unidos han empezado a discutir el efecto de pánico que han ocasionado los medios de comunicación con la crisis bancaria. Proponen incluso regular el oficio periodístico, para evitar que algunas noticias terminen haciendo más volátil el movimiento de capitales en las bolsas mundiales. Al mercado, en este caso, le gustaría muchísimo que se dijera lo menos posible sobre el crack financiero. Al mercado, no lo olvidemos, le gusta que se hable de todo menos de sus defectos y de sus descomunales imperfecciones. Al mercado lo que menos le gusta es que se politicen sus “mecanismos invisibles”.

Así comienza el 2009. El miedo, que es una especie de fuerza omnisciente que aparece entrelíneas en los discursos dominantes y en el habla cotidiana, obliga a distintas reacciones, incluso deshonrosas como la de la censura previa propuesta por las fuerzas del mercado. Las reacciones al miedo son así: nunca traen una idea nueva, sino que actúan a partir de una soberbia tranquilizadora.

 
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