1 de septiembre de 2008

Esa multitud insurgente de ayer y hoy

I
Como nunca en su historia, Caracas se ha convertido en una multitud sedienta e insaciable. Vivimos acompañados noche y día, impregnados por las emociones intensas de los otros, por sus fiebres, por sus virus, por sus esperanzas y miedos. Caracas es un inmenso tráfago humano que, para sobrevivir, debe aceptar la sabiduría que emana del tumulto y de las promiscuidades que se desarrollan en la calle, entre los tantos cuerpos agolpados en un mismo momento y lugar. La experiencia de la multitud, afortunadamente, ya no es una experiencia única de la pobreza y de la exclusión. No sólo en los barrios se vive la experiencia de los cuerpos que se soban incansablemente, que se rozan en las empinadas y angostas escaleras, en la cancha de básquet o en las platabandas que se abren, de vez en vez, dentro del mapa tupido de cabillas y bloques.


En la Caracas del siglo XXI, la multitud es el fenómeno más notorio que aparece en el espacio urbano. Ya no es asunto de pobreza, repetimos. La multitud vive en los supermercados, en los gimnasios, en los restaurantes de lujo, en las playas del Litoral, en el Metro, en el centro comercial, en los estacionamientos, en los concesionarios de carros, en las clínicas y hospitales, en las farmacias. La multitud rebasa todos los espacios y atraviesa todas las clases sociales. La percepción más palpable es que somos demasiados. Hasta las horas más privadas, las horas en la cama frente a un televisor, se convierten en intensas experiencias con “los otros”. Mucha gente opina, mucha gente dicta su catecismo del bien y del mal por televisión. Mucha gente actúa en el hipnótico teatro mediático. La Caracas del siglo XXI es tránsito insaciable, tumulto, tranca, desborde permanente de identidades y reacomodo de fronteras.

II
Hay una Caracas, entre las tantas que se dejan ver, que desearía vivir la experiencia de la ciudad como orden, perfeccionamiento de lo ya hecho e instituciones funcionales. Se prefiere una ciudad que conserve, que cuente una historia lineal, con fecha exacta de nacimiento y acta de fundación. Pero Caracas es todo lo contrario: una profunda incógnita. ¿Hay que atribuirle a Francisco Fajardo su fundación en 1560 o a Diego de Losada en 1567? ¿Su nombre proviene de una etnia indígena o de la planta que proliferaba en el valle, llamada caraca o pira? Incluso la fecha de nacimiento exacta ha sido puesta en entredicho porque al parecer el acta de fundación no aparece por ningún lado. Caracas es un vacío que se llena, a conveniencia de las posturas ideológicas dominantes, de violencias, imposiciones, imaginarios e ideas siempre en ebullición. Existe el temor, incluso, de asociar a la ciudad con sus distintas rebeliones multitudinarias, empezando por la del 19 de abril de 1810, que abrió el espacio definitivo para pensar el proceso de emancipación colonial, y terminando con la del 13 de abril de 2002, que finalmente legitimó el proceso de cambios.

Algunos prefieren que la historia no se desmaquille, no se despeine, no se revuelva con las constantes demandas colectivas y con las tantas insurgencias cotidianas. Es la misma Caracas que desearía que la ciudad funcione como un gigantesco centro comercial, donde cada quien juegue el rol que le corresponde. Son los mismos que han sentido como una maldición histórica la sentencia de Cabrujas que definía al país, y a la ciudad en particular, como un eterno campamento, un lugar donde todo empieza de nuevo y nada en realidad se termina. Son los que sienten el peso de aquella metáfora tan convincente que elaborara Adriano González León en 1969, con el título de su novela País portátil, que propone precisamente la idea de una nación fragmentada desde sus orígenes, rota por la violencia histórica, por unos asuntos y deudas jamás resueltos.

Una parte de la ciudad, definitivamente, no entiende bien cómo desde un estado anárquico y multitudinario puede replantearse la convivencia futura y crear una política de reconocimiento e inclusión más amplia.

III
Esta ciudad es una intensa fiebre emocional que sube y baja todos los días al son de las noticias, al ritmo de las tantas catástrofes que propone la lógica mediática. Caracas sobrevive en el vértigo y en los contrastes permanentes de puntos de vista, en la diversidad de formas de vida y en un paisaje urbano cada vez más posmoderno, más esquizoide (esa sinergia extraña entre arcaísmo y novedad tecnológica). ¿Eso no es acaso la experiencia originaria desde la cual debe fundamentarse toda democracia?

Platón dice que la democracia no tiene medida, que la democracia es un furioso río humano que opina, que defiende una idea, que se moviliza, que vive de la controversia y del conflicto. La democracia tiene un principio anárquico y violento que para los constructores de instituciones, para los que están ansiosos de estabilizar a como dé lugar las fiebres sociales, es sumamente peligroso enarbolar. Hay una violencia, simbólica y física, que genera la multitud, no se puede negar. Lo contrario, precisamente, sería el encierro, la vida vivida para la conservación, rodeada de para-policías, rejas eléctricas, cámaras y alarmas electrónicas (que es otra manera de ejercer la violencia).

Si la multitud obliga a la experiencia intensa con los otros, a la negociación permanente, a la maña, al rebusque y al arte de hacer valer opiniones en tierra ajena, en la vida privada hay un recorte brutal de la experiencia de los otros, que se traduce en soberbia y desprecio, en miedo y prejuicio hacia lo diferente. La multitud es política por excelencia, obliga a diálogos, a consensos, a discusiones. Afortunadamente, la recuperación del poder adquisitivo de los últimos años, las distintas políticas sociales que se han articulado desde 2003, han producido una verdadera eclosión de fronteras y una inédita circulación de gente y de bienes, que ha trastrocado algunas creencias y ha logrado derribar algunos muros de la moral. Es un signo de estos tiempos: sentir que nuestros espacios han sido invadidos, que otra gente se mueve por donde nos movemos, que se ha contaminado el paisaje en el cual solíamos inscribirnos de manera armónica, que otros usan las marcas y los bienes que antes eran de nuestro uso exclusivo (whisky y carros de lujo, por ejemplo).

La multitud está construyendo un nuevo mapa de la ciudad, en el que se empieza a apreciar el espacio urbano no como lugar prohibido, jerarquizado, segregado, sino como un espacio de dominio colectivo, de expansión horizontal y ocupación múltiple.

IV
Rafael María Baralt describía al país de 1840 como un conjunto disperso de núcleos urbanos que crecían a orillas de la selva, en los que no existían ni caminos ni puentes que los pudieran conectar. Es decir, retrataba a un país de islas que brillan en medio de la barbarie y del salvajismo.

A más de 160 años, no hemos escapado a esa tensión que quiere hacer valer el abismo insalvable entre Barbarie y Civilización. ¿Esa no es acaso la fantasía que recorre a cierta Caracas, desde que se abrió el Sambil y la sucesión de centros comerciales: desplazarse por islas modernas y seguras para escapar de las multitudes apocalípticas? Esa tensión puede apreciarse en la manera cómo cierta “civilidad” prefiere aferrarse en estos tiempos a las imágenes impolutas de la Caracas monumental de los años 50. Esas imágenes que enaltecen el viejo viaducto, el Hotel Tamanaco, la Ciudad Universitaria, el Paseo Los Próceres, la Plaza Altamira o la Plaza Venezuela. La ciudad de la soberbia planificadora, podría decirse, que aparece fotografiada como si el monumento viviera a espaldas de la gente, como si hubiera caído del cielo, como todo un asteroide del futuro. Pues a esa ciudad monumental de los años 50, planificada con sentido marcial por el régimen de Pérez Jiménez, le falta el contraste de la ciudad que se vuelve deslave y sacudón 40 años después, la ciudad insurgente que emerge con las multitudes del 27 de febrero de 1989. Entre esas tensiones, la de la ciudad monumental y la de la multitud que destruye lo existente para crear un orden incluyente, se juega la política en el siglo XXI.

V
Vale la pena explorar, en procesos de transformación y cambio, esa peculiar conexión entre el 19 de abril de 1810 y el 13 de abril de 2002. Walter Benjamin es quizá una de las pocas voces de Occidente del siglo XX que destaca la manera cómo se va tejiendo, en el inconsciente colectivo, una sucesión de imágenes del pasado asociadas a intentos de emancipación, de liberación o de redención:

“¿No nos sobrevuela algo del aire respirado antaño por los difuntos? ¿Un eco de las voces de quienes nos precedieron en la Tierra, no reaparece en ocasiones en la voz de nuestros amigos? Existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra”.
El 19 de abril fue la primera cristalización de un proceso en el que se anunciaba, desde la irrupción de esa multitud caraqueña que rechazó al nuevo capitán general, Vicente Emparan, la necesidad de crear una conciencia nacional y romper, definitivamente, las cadenas del coloniaje. Fue un proceso embrionario de construcción hegemónica, donde todavía los intereses de la mayoría esclava, parda y criolla no estaban del todo alineados. El 19 de abril es una fecha que confirma que la historia cambia cuando un pueblo, espontáneamente, sale a la calle a defender unos ideales, a crear el río furioso al que tanto le temía Platón cuando hablaba de democracia.
Mariano Picón Salas solía decir con lucidez que la Independencia de Venezuela, que se inició el 19 de abril, costó mucho sudor y lágrimas, pero no puede ser contada como lo que debió ser, sino como lo que fue: la cristalización de intereses y demandas colectivas. Esa irrupción habla de una ciudad que estaba dispuesta a escribir su verdadera historia alrededor de “una voluntad aglutinadora” y de “una magnífica energía” independentista, soberana y nacionalista. ¿No es el eco de esas voces, la de José Cortés de Madariaga, de Juan Germán Roscio o José Félix Ribas, entrelazado con la multitud de caraqueños de entonces, el que retumba hasta nuestros días junto al eco de las voces del 23 de enero, del 27 de febrero y del 13 de abril? Ese acuerdo tácito entre unas generaciones y otras, entre unas multitudes y otras, es lo que permite hablar del interminable proceso insurgente de nuestra capital, siempre buscando más justicia e igualdad. En tiempos de multitud, no puede despreciarse este dato, ni su continuidad histórica: el secreto de nuestro pasado aparece y reaparece en cada movimiento de la multitud, en cada esfuerzo por construir una realidad nueva, distinta, diferente, muy lejos, por cierto, de cualquier cálculo político.

2 comentarios:

Unknown dijo...

ola Buji, ola ala, bien leere tu nuevo blog de cuando en vez para encontrar ver cómo respira esa pequeña burbuja del pensamiento y la escritura. Un abrazo afectuoso

Héctor Bujanda dijo...

En esa burbuja estamos, querida, y siempre recorándote. Otro beso y abrazo para ti, y cuídate

 
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