15 de diciembre de 2008

Contracorriente/Revista Poder
El país de los dos minotauros


Me gustan los resultados del 23-N. Lo digo sin ningún tipo de cinismos. El país que emerge de las urnas es toda una incomodidad, un testimonio poco complaciente con los extremos que han ejercido, hasta ahora, el discurso político. El mejor examen de esta incomodidad es que cuesta usar los resultados como aparato de propaganda, por más algarabía que armen Globovisión y VTV en sus programas estelares. Apenas empiezas a celebrar que ganaste algo de manera contundente, te rodea una sombra ominosa -la sombra del Otro- que ha ganado también espacios importantes.

¿Estamos en un juego trancado, otra vez? Siempre será preferible el enredo polarizante, la convivencia tormentosa y conflictiva, que un país de un solo color, sea éste el color del socialismo o el color del neoliberalismo. Lo que está en juego en Venezuela es la definitiva construcción de una democracia viva, pugnaz, que se reacomode permanentemente, que abra espacios y conmute lugares, que deje ver mayorías aquí y mayorías allá, que no se baste así misma sin el dibujo completo y complejo de los unos y los otros, que aprenda en el duro trajinar de los procesos electorales a reconocer al adversario en toda su dimensión, por más animadversión que se le tenga.

Un gran paso en esta dinámica ha sido el abandono de la lógica antipolítica que imperó en la oposición después del Revocatorio de 2004 (la era estelar de Sumáte), cuando ésta abandonó espacios fundamentales de la política y se dedicó a sembrar la incertidumbre en torno al Poder Electoral. Con el 23-N, y por tercer año consecutivo, acudimos a unas elecciones en las cuales cada quién acepta sus triunfos y derrotas. No es poca cosa en el lento y complicado proceso que ha servido para reconocer a los distintos actores que hay en el país, a pesar de que aún los medios nos brinden espejismos y armen fiestas unilaterales donde, exactamente, no las hay.

Queda mucho trabajo por hacer en este tránsito a un orden definitivamente distinto a la decadente prédica de la IV República con sus distintos fetichismos institucionales. El país sigue siendo un laberinto inextricable, para recordar a nuestro pensador J.M Briceño Guerrero, quien describía a una sociedad escindida estructuralmente por sus saberes culturales, por lógicas de dominación socioeconómica y por diferencias de raza. Un laberinto, en este caso, por el que circulan dos minotauros obstinados e infatigables, ciegos y rabiosos.

El 23-N, sin duda, habla de un país atrapado en abismos históricos, que se expresan en la polarización profunda entre lo urbano-moderno y lo provincial-campesino (17 gobernaciones rojas en estados emergentes, frente a 5 de la oposición que representan el núcleo urbanizado y económico-comercial más avanzado del país). Emerge, una vez más, el conflicto inherente a los estados y a las ciudades, entre barrio y ciudad formal y entre clases sociales, tal como sucedió en Petare, que ha sido el ojo del huracán en este juego de balances, dado que su resultado demuestra que la oposición también puede subir cerro. Ganaron Oscariz y Capriles, pero hay que colocar a cinco sectores entre comillas, sectores por demás importantes como Fila de Mariches, La Bombilla, Antonio José de Sucre, Caucagüita y La Dolorita, donde el PSUV ganó holgadamente.

Si bien la gobernación de Miranda la ganó la oposición, 15 de las alcaldías de la entidad se las quedó el chavismo. La media luna opositora sigue estando entre Chacao y Baruta, donde más del 80% de los votos fueron capturados por la oposición. Esta realidad da pie para seguir analizando nuestra conflictividad sociopolítica en tres planos diferentes: la lucha de clases, el antagonismo entre barbarie y civilización y la tensión entre lo urbano y lo agrario industrial. Esta ha sido una constante de nuestra historia. Los dos minotauros, más que nunca, están vivos y con energías renovadas en la Venezuela del siglo XXI.

Dije que me gustan los resultados del 23-N. En primer lugar porque nace un nuevo liderazgo en un partido político, el PSUV, organización que desarrolló una estrategia electoral que logró movilizar en alto grado a simpatizantes y militantes, de manera que el chavismo aumentó su participación en más de un millón de votos con respecto al 2-D (5.436.014 frente a 4.379.392).

Las 17 gobernaciones ganadas por el PSUV con tan amplio margen de ventaja hablan sin duda de un nuevo tiempo para la política local y cotidiana. Si no se toma en cuenta que esta repolitización no es sólo un producto de Chávez y su liderazgo, sino sobre todo el resultado de un proceso de participación de las bases militantes, se perderá la posibilidad de darle un carácter emergente a esta nueva fase del proceso: el país está pidiendo nuevos liderazgos y nuevas experiencias de gestión local, que puedan ampliar la práctica gubernamental e institucional desde abajo, más allá del centralismo.

Me gusta el 23- N porque termina de normalizarse la oposición dentro de la estructura del Estado. Ganó en 5 entidades clave por su número de población, por su potencial económico y por su fuerza comercial. Ganó también en los estados con mayor cobertura e incidencia mediática. La oposición gana un espacio político considerable que en Caracas, por ejemplo, obligará a luchas, resistencias, reacomodos y defensas ciudadanas. Llegados a este punto, sólo la política puede destrabar esta realidad bifronte del país, sus abismos y heridas históricas. La tarea, más que nunca, sigue pendiente.

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