21 de octubre de 2008

Apuntes para un manifiesto generacional

Del Muro de Berlín al crack del siglo XXI



Vivimos tiempos muy interesantes. Me incluyo en una generación que parecía, en principio, enfrentarse a problemas más livianos y menos peligrosos que la Guerra Fría y la disuasión atómica. Una generación que trataba de esquivar los dogmatismos y los razonamientos binarios. Una generación que a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín, imaginó un mundo reconciliado, una comunidad global que debía recorrerse con paquetes turísticos y con viajes seguros y siderales a través de la televisión por cable.


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Pertenezco a una generación que empleaba soluciones más personales y heterodoxas a los problemas cotidianos, soluciones de baja intensidad que no estaban guiadas por principios maximalistas y éticas reduccionistas. Somos una generación que le interesaba más el pragmatismo, e incluso la rebeldía. Claro, sin enemigos poderosos que enfrentar la rebeldía se convierte en look, en ademán, en subcultura, en esteticismo, en juego. Sí, definitivamente somos una generación más lúdica que el funcionariato de la KGB o de la CIA de entonces. Nuestra rebeldía de baja intensidad se parecía más a esa máxima kantiana que profesa “haz todo lo que quieras, pero no dejes de obedecer”.

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La ideología tenía pésima prensa en esos años (Fukuyama dixit), pensábamos que las cosas debían ser cada vez más concretas, espontáneas e inspiradas. Que la vida no necesitaba razonamientos abstractos y mucho menos ideas a priori o preestablecidas que guiaran nuestras acciones. Creíamos que la vida, así como venía -al natural- tenía un potencial insuperable para la acción cotidiana. No en vano, habría que repensar a Eudomar Santos, el personaje de Por estas calles, a la luz no de nuestra idiosincrasia castigada una y otra vez, sino a la luz del clima general de los años 90: “como vaya viniendo vamos viendo”.


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Después de 1989 el mundo parecía abierto a un sinfín de posibilidades. Una vez que nos despedimos del pesado legado del “socialismo realmente existente”, de la herencia soviética y del oscuro capítulo estalinista, quedamos convencidos de que el único horizonte para pensar el asunto de los hombres era la globalización neoliberal, el multiculturalismo, la Carta de los Derechos Humanos y la democracia representativa. Una cadena de relaciones que hace hincapié exclusivamente en las diferencias, en los aspectos defensivos y conservadores del individuo (ahora entendemos mejor: era Ideología de la más dura y pura).

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Al cabo de un tiempo, a pocos años de haberse instaurado el reinado de la flexibilización de las economías y de la expansión del mercado a todos los rincones del planeta, empezaron a verse las costuras, los remiendos, los huecos de ese enfebrecido sentimiento de la globalización. Las intensas migraciones de los pobres hacia los países ricos, las profundas exclusiones que la economía mundial ejercía sobre vastos sectores de la población, el debilitamiento vertiginoso de los estados nacionales, la inoperancia de los foros internacionales, la proliferación de guerras civiles e invasiones inconsultas produjo un escenario complejo e ideal para una repolitización.
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Esta nueva politización pasa por un cierto abandono de las posturas individuales y personales, por un abandono de los esquemas teóricos tradicionales, por las fórmulas y arquitecturas del pasado. Es un fenómeno espontáneo, eruptivo, en el cual las izquierdas tradicionales, la de los manuales y los elitismos teóricos no tiene ya nada que decir. La repolitización es escándalo, es desborde, es fuerza instituyente, es acontecimiento y ruptura.


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La repolitización pasa por un cierto reconocimiento de que los problemas míos son similares a los de mis vecinos, a los de mi comunidad, a los de mi raza, sexo o país. Esa nueva condición abre el espacio para que aparezcan nuevos imaginarios y otra izquierda guiada por luchas globales y por demandas concretas, desde abajo (no desde arriba). El nuevo ciclo planetario está exigiendo reconsiderar las alternativas a la luz de problemas graves e imperiosos (¡qué palabra tan odiosa para mi generación!), problemas que empiezan a “contaminar” drásticamente el paisaje social: explosión de una economía de la supervivencia, aumento de la violencia urbana, incremento de las desigualdades, de la entropía y consolidación de verdaderos guetos de marginalidad y miseria “casi sin esperanzas y sin retorno” (Giorgio Agamben los compara con auténticos campos de concentración nazi).

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Con esos fenómenos de marginación aparece también su doble ideológico, la contratara del status quo: el racismo, la indolencia hacia el Otro, el miedo a perder privilegios, el rechazo a las formas de politización que se están creando a partir de necesidades de vida, de inclusión y de representación. Este período histórico que podemos ubicar a partir de 1989 puede apreciarse bien en una frase del sociólogo alemán Ulrich Beck, quien se dio a la tarea de celebrar esta nueva condición planetaria, de máximo individualismo con máxima globalización: “al individuo se le exige cotidianamente que resuelva problemas que son sistémicos”. Yo agregaría: “el individuo considera que todos sus éxitos son personales, jamás sistémicos”.


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Un sector del planeta, imbuido en esta profunda “personalización”, no comprende la dimensión política que ya se encuentra en curso: o desconoce los problemas sistémicos, y le angustia no poder resolverlos de manera personal; o desconoce cualquier política sistémica exitosa, porque los triunfos son siempre de él (de su esfuerzo, de su competitividad, de su capacidad y versatilidad).

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¿Qué se pierde en todo esto? Se pierde la política, el sentido del conjunto, la posibilidad de igualdad de unos con otros, la posibilidad de reorganizar el Estado perdido con sentido público. Aparece en nuestras sociedades esa polarización profunda que el nuevo presidente de Paraguay, Fernando Lugo, describió de manera inmejorable: “Me niego a gobernar un país que se acuesta con hambre y otro país que se acuesta con miedo”.

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Con el crack del siglo XXI, con la crisis de las bolsas se cierra el ciclo de “personalización” de la globalización neoliberal y se abre una agenda política que no escatima en demandas sociales y en intervenciones estatales con fines distributivos. Se abre una nueva constelación política marcada por una repotenciación de lo que se perdió en el camino durante los años seductores del individualismo: la idea de un Estado regulador de las diferencias y de las desigualdades. Un Estado protector de los más desposeídos. Un Estado con capacidad de legislar y de doblegar los más poderosos intereses de las trasnacionales y de las entidades financieras internacionales. Un Estado que pueda defender los intereses de la gente ante la “salvaje” demanda de la globalización.

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Asistimos a un parto definitivo, a un deslinde entre lo político y lo económico. Asistimos al eclipse del Estado Empresarial que se instauró con los años dorados del libre mercado y asistimos a la aparición de un Estado Político, soberano, capaz de emprender planes e intervenciones a largo plazo, en compañía de otros Estados (la creciente experiencia multilateral que se está dando en América Latina es un buen ejemplo de las nuevas travesías que el Estado puede emprender en el siglo XXI).

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Si 1989 cerró el ciclo de los totalitarismos, el 15 de septiembre de 2008 cierra el ciclo del máximo individualismo. Entre una fecha y otra, entre una era y otra se abre un espacio para pensar la política de otro modo. Debemos comprender que este tiempo es el tiempo para recuperar la imaginación y volver a pensar los trayectos de la sociedad en su conjunto, estableciendo nuevas relaciones entre comunidad e individuo, relaciones que nunca serán armónicas, nunca serán estables, lo sabemos desde que Freud habló del malestar fundamental del hombre en sociedad. Pero ese malestar es exactamente la cantera, el pozo petrolero mismo de la política. Es allí donde la política gana sus espacios y logra dar forma a la comunidad y al individuo. Hay enormes aprendizajes, hay deudas infinitas, fascinantes retos.

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Mientras el nuevo ciclo planetario avanza (la creciente politización de los espacios), la clase media norteamericana, asediada por las hipotecas, por los desalojos y las deudas, en vez de organizarse en conjunto contra el Capital, opta por el suicidio en olas. Esa es la dolorosa expresión de la profunda “personalización” de los problemas sistémicos. No hay responsables, el sistema global es invisible, no tiene culpables salvo Bush, un presidente monigote y dado al salvataje de los banqueros. La pregunta clave en estos tiempos sería: ¿Cuándo aparecerán las primeras imágenes de las iras sociales primermundistas por esta debacle anunciada?




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¡Bienvenidos al siglo XXI!

7 de octubre de 2008

Hacerse el sueco, un valor en la política


Hace un año exactamente estuve en Suecia invitado por la Fundación Fojo, una institución que tiene su sede en un bellísimo pueblo llamado Kalmar, al sur de Estocolmo. Fojo realiza anualmente seminarios sobre Periodismo y Democracia, y lo hace no sólo para mejorar el desempeño de los periodistas del continente, sino también (y sobre todo) para conocer de primera mano esa dimensión transformadora, violenta o de “revelación de las formas” que hay en nuestros países (por llamar de algún modo carpenteriano a nuestra informalidad instituyente). Pronto llegará a Venezuela un libro que reúne ensayos, crónicas y reportajes hechos a partir de esta experiencia. La llegada del otoño, con colores que sólo los suecos pueden producir, y la realización del tercer seminario allá en Kalmar, me hicieron recuperar este texto escrito, a manera de crónica, en medio de la extraña anomalía sueca, esa que para nosotros se traduce en la perfección de lo razonable y lo racionalizable. Si algo saben los suecos es de política, y también de su doble: saben, llegado el caso, hacerse los suecos


La situación ocurrió en medio de una larga noche salpicada de vinos, cervezas y pisco. Como suele suceder en estos casos, las cosas trascendentales aparecen en momentos catárticos, cuando la gente deja ver su espíritu dionisíaco y se entrega sin reparos a las bacanales.

Era la segunda noche que pasaba un grupo de periodistas latinoamericanos en un campus universitario muy cerca del centro de la ciudad de Kalmar, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Estocolmo. Ya se sabe cómo son estos encuentros: aunque nos hacemos llamar latinoamericanos con el pecho hendido por el espíritu de la unidad, basta que nos juntemos en medio de un otoñal bosque nórdico, por ejemplo, para que afloren las tremendas diferencias que tenemos, las múltiples jergas, los imaginarios contrapuestos.

Ni una sola canción pudimos cantar juntos esa noche. Qué diferentes somos en realidad, cada quien con patrimonios diversos y retazos culturales diferentes. Pero cuando más rotos nos sentíamos, alguien bromeó con el dicho de hacerse el sueco. No lo podíamos creer, finalmente había aparecido, entre risas, la frase unánime, la frase que nos hacía cómplices a todos. Habíamos encontrado una extraña forma de identidad, hablando no de nosotros mismos sino de los otros, de nuestros anfitriones.


Identidad y diferencia
A la mañana siguiente, con la resaca y las pocas horas de sueño encima, entendí que la identidad no se construye con capital propio, siempre necesita algunos espejos y sobre todo el rostro enigmático de los otros. La ganancia no radicaba en burlarnos de nuestros anfitriones. Por el contrario, había una gran ironía en lo que nos había sucedido.

La frase hacerse el sueco no tenía nada que ver con los suecos sino con nosotros mismos. Ellos son exactamente lo contrario. Son tan puntuales como el filo de una navaja, son tan organizados como el corazón de un reloj suizo, su democracia es tan perfecta y funcional como una mesa de Ikea y administran hasta la exasperación su sentido de la prudencia y del equilibrio, así que no se les va la vida en peleas nimias. Han aprendido a pensar en una sauna, más allá de la contingencia.


Entendimos que una cosa es ser sueco, eso que se formó en Escandinavia y que los expertos le atribuyen, históricamente, una extraña cualidad que convierte la anomalía en regla (la regla democrática, del consenso y del equilibrio de poderes, de las formas de representación y del sano contrapeso entre Estado, Sociedad Civil y Capital) y otra muy diferente es ser latinoamericano: esa sucesión de actos fallidos, esa manera de aniquilarnos por golpes militares e ideologías, esa forma de sobreestimar la oralidad y el carisma, eso de resistirse al orden a punta de comedias y melodramas. Entendimos en un mes lleno de matices y de variantes ocres y naranjas suspendidas en los árboles, que el mundo se divide entre los que son suecos y los que se hacen los suecos.


El modelo y sus ironías
Las intuiciones son fundamentales, pero hay que tener la paciencia y la voluntad para mirar más allá de las primeras impresiones. Mario Vargas Llosa dice que hacerse el sueco es fingir no ver, no enterarse de algo para evitar una incomodidad. Es irse por la tangente, brincar en medio del candelero. La frase describe la cualidad para evitar que un trauma te consuma o te deje atrapado para siempre en sus entrañas. Quizá por eso los suecos hacen tanto hincapié en la soluciones de las mayorías y en la fórmula del consenso, donde todos ganan y nadie pierde.

El diputado liberal de origen chileno –pero sueco- Mauricio Rojas subraya otra característica de la sofisticadísima alma sueca: su pragmatismo. Su manera de no quedar prendado a los principios o a las valoraciones morales. “El sueco tiene una enorme capacidad para ignorar los conflictos que pueden dividir a su comunidad. El sueco piensa dos veces lo que va a decir”. E incluso, suelen adoptar dos posturas, la oficial y la "extra oficial", es decir, adoptan una posición de principios y a la vez una posición práctica, que muchas veces no coinciden. Los suecos pregonan la paz en todos los foros internacionales, pero venden armas y apoyan la invasión norteamericana en Irak. Los suecos surtieron a los nazis del acero que necesitaban para fabricar sus aviones, pero jamás se consideraron aliados como tales de Hitler, así que la II Guerra Mundial no pasó por sus fronteras y salieron "incolumes" de la guerra. Los suecos eran adelantadísimos en materia de derechos al refugiado de guerra, pero actualmente dictan la pauta en toda Europa con sentencias que desmienten una guerra en Irak y por ende la condición de refugiados a los tantos iraquíes que huyen de la invasión. En fin, han desarrollado una extraña sabiduría. Mejor dicho, una doble sabiduría: la de ser suecos y la de hacerse los suecos.

En fin, después de estar tres semanas en Suecia, las identidades se habían desdibujado. No sabíamos exactamente quiénes eran los suecos y quiénes se hacen los suecos. La globalización ha nivelado en buena medida nuestros mundos, ahora tenemos problemas comunes: exclusión, intolerancia, fundamentalismo, desequilibrio de poderes… Problemas a los que es difícil hacerse el sueco. Aún así pensé que la frase sigue siendo una valiosa herramienta para la convivencia, una manera de hacer que la soga no te ahorque y que la comunidad, por más heridas internas que tenga, siempre se haga camino.

Hacerse el sueco nos recuerda que nuestros grandes conflictos no tienen solución inmediata y que hay que replantearse profundamente el tema de la democracia, más allá de las fórmulas y las arquitecturas prefabricadas. Con las tantas histerias mediáticas y las agendas prefabricadas hay que aprender a hacerse el sueco, aprender a distinguir lo fundamental de la espuma y de las mareas. Definitivamente hay que saber cuándo hacerse el sueco y cuándo dárselas de sueco. Allí radica la gran sabiduría nórdica. Parece lo mismo, pero no es igual. Esa es la principal fórmula de exportación que han inventado nuestros amigos suecos.
 
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