31 de marzo de 2009

Novela y Política, formas y relaciones no asumidas
La novela de Francisco Suniaga, El pasajero de Truman, ha tenido un éxito tan sonoro desde que salió al mercado que los chicos de Relectura organizaron hace tres sábados una actividad sobre la relación entre política y literatura en Venezuela. A pesar de ser un relación que nos acompaña prácticamente desde el nacimiento de la República, no está demás pensar esas conexiones a la luz del presente. De modo que me invitaron a discutir en una mesa con Suniaga y Armando Coll, y estas son las líneas que escribí para esa ocasión. Por el tipo de diálogo y la participación de un auditorio lleno, por las resonancias que tuvo eso en la prensa, pude confirmar lo que está de cajón: la necesidad que tiene la gente de buscar claves para entender dónde se encuentra parada. Al final de este texto, dejo también la reflexión que hice para la página de relectura y la lista de mis diez libros preferidos (una exigencia del amigo Luis Yslas para entrar al club)

Los amigos de Relectura me invitan, y debo agradecerlo, para conversar aquí sobre una relación que ellos de antemano, desde el título mismo de la tertulia, consideran que no se da de manera natural. Es decir, que entre Novela y Política no hay nada sobreentendido, que se necesita un elemento vinculante, una conjunción, en este caso la “y” interpuesta que cumple la función copulativa, para que pueda darse efectivamente esa relación. Pareciera que de otro modo, fuera de estos recursos del lenguaje, por demás tan comunes, sólo pudiéramos hablar de Novela a secas o de Política a secas. Nunca de Novela y Política como si fueran una sola y la misma cosa.

Me imagino que esta misma lógica servirá para tipificar otras relaciones, o mejor dicho otra falta de relaciones, entre Novela y Crimen, por ejemplo, entre Novela y Hedonismo, o entre Novela y Locura. Más allá del sentido pedagógico implícito en el título de esta tertulia, supongo que hay motivos más que suficientes para pensar que la Novela y la Política son dos universos narrativos taxativamente separados, dos urgencias, dos espacios, dos estéticas que sólo en momentos muy particulares llegan a cruzarse efectivamente. Y que hemos venido aquí, al menos así interpreté la propuesta, para tratar de dilucidar desde nuestras propias escrituras, desde nuestras propias novelas, en qué momento, en que circunstancias, de qué modo, puede llegar a hablarse de esos universos separados como si fuera una relación más que necesaria.

Tendríamos que preguntarnos, como si fuera una rareza del tiempo vivido, qué es lo que hace posible que en un momento dado surjan novelas como La última vez, El pasajero de Truman o Close-Up, por ejemplo. Estoy de acuerdo, formalmente, con la hipótesis de los amigos de Relectura. Novela y Política deberían ser tratadas como dos personajes absolutamente desconocidos que se encuentran en un espacio dado gracias a una modalidad, a un artificio, a una voluntad o en todo caso a un gesto que hace posible que esos personajes tan dispares, efectivamente, se encuentren, se busquen, se enreden hasta hacerse indispensables el uno para el otro.

El principio que me guía es el que esbozó en su diario el escritor polaco Witold Gombrowicz, al explicar que su novela Cosmos partía de un intento por trazar una relación, por demás antinatural, entre un gorrión colgado a un alambre y la asociación entre las bocas de dos mujeres. Juntar esas anomalías, esos problemas tan caprichosos en una novela, exigen al narrador planificar un espacio y desarrollar una línea de sentido. Lo que llama Gombrowicz elaborar un conjunto de suposiciones, de asociaciones, de investigaciones que tratan de imponer un orden narrativo.

Desde esta perspectiva, exclusivamente formal, mi novela La última vez, nace de la necesidad de tejer una relación, a partir de una fuga, entre la muerte por sida de un joven a principio de los años 90, la destrucción afectiva de una familia después de ese fallecimiento y la posibilidad casi luctuosa de reconstruir un universo urbano, político y social que se estaba desintegrando vertiginosamente en el país, el de la clase media baja caraqueña, sobre todo después del 27-F de 1989.

¿Cómo se unen esos elementos tan dispares? ¿Cuál es la estrategia en mayúsculas que guía esta construcción narrativa entre lo íntimo y lo político? ¿Es el compromiso, al estilo de la firme tradición de escritores latinoamericanos como Rodolfo Walsh, Orlando Araujo o José Roberto Duque, por citar tres ejemplos de escrituras comprometidas? ¿Es, más bien, el distanciamiento estético? ¿La sátira? ¿El giro irónico? Quiero pensar que lo que hace posible la relación entre lo íntimo y lo político en mi novela es una estrategia kafkiana: mostrar el radical extrañamiento entre el narrador-personaje y el paisaje social que lo circunda. Me plantee crear un efecto de incompatibilidad, de incomprensión entre el narrador y las señales, las claves y los afectos que se le presentan a lo largo de la novela, hasta poner en cuestionamiento su propia manera de presentarse. Buscaba crear una atmósfera de profunda desesperación e incertidumbre en la que ni siquiera la referencia al narrador pudiera ser confiable. La idea era que la sensación de incertidumbre pudiera funcionar tanto a lo interno de la historia ficcional como a lo externo, como una forma de nombrar el contexto sociopolítico que vivió mi generación, marcado por la desintegración de universos simbólicos estables, por la irrupción de nuevas estéticas, de nuevos modos de ser, de nuevas socialidades, más cercanas al caos, a lo informe, que a cualquier otra cosa. Me interesaba representar el choque de mundos, al mejor estilo borgeano, desarrollado en un cuento como Tlon, Uqbar y Orbis Tertius, modelo narrativo por excelencia de este tipo de estrategias.

En otro nivel, que escapa a lo puramente formal, el escritor es un hombre que registra la constante mutación del mundo. El escritor no flota, solitario, en un espacio galáctico como algunos personajes de Bradbury, sino que está atrapado desde el principio en el lenguaje de los otros. Pienso que la política en mayúsculas no se da en todo tiempo y lugar. La política, en cuanto se vuelve cuestionamiento, interrogantes y profunda revisión de la idea y destino de la comunidad, es un fenómeno que surge de manera intensa en períodos de gran crisis institucional, cuando desaparecen y a la vez emergen otros sentidos y estéticas de la ciudad, de un país en particular, del mundo en general.

Sin duda, cada generación en Venezuela ha estado marcada por algunos acontecimientos que colocan, en primer plano, la necesidad de la política, como materia siempre pendiente, siempre por hacerse, siempre en estado de deuda permanente. El siglo XX literario venezolano se podría contar a partir de grandes acontecimientos: la larga dictadura gomecista, la posibilidad democrática y moderna que se abrió después de 1935, la dictadura perejimenizta, la exclusión de los comunistas de la dinámica democrática de los sesenta y la consecuente guerra de guerrillas, la Venezuela saudita de los setenta, el Viernes Negro, el 27 de febrero, los golpes militares, la crisis bancaria, el fin del Pacto de Punto Fijo, la llegada de Chávez y la Revolución Bolivariana, el golpe de abril… En fin, acontecimientos que exigen cierta escritura, cierta elaboración, cierta meditación y que, gracias a Dios, no se disuelven en las conversaciones de los café, en las clases de la universidad, en los rituales del voto, no se sudan en los gimnasios y sobre las bicicletas estáticas, sino que vuelven una y otra vez en forma de novela, de ensayo, de cuentos, de poesía, de cine. Nuestra cultura puede ser contada como una larga disputa política, como un largo desacuerdo o desencuentro, que consigue su forma en la novela, por ejemplo. Proceso que incluso el escritor no llega a controlar del todo nunca, porque, como sabemos, en su literatura son otros los que hablan.
Quizá, y para terminar, deberíamos recordar que toda escritura es política, a fin de cuentas, porque el lenguaje es político: se trata de usar unas palabras y no otras, de darle visibilidad e importancia a unas referencias, a unos datos, y no a otros. Como dice el gran escritor argentino Ricardo Piglia, y con esto termino: la literatura actúa sobre un estado del lenguaje. Quiero decir que para un escritor lo social está en el lenguaje. Por eso si en la literatura hay una política, esa política se juega ahí, en el lenguaje (...) En nuestra sociedad se ha impuesto una lengua técnica, demagógica, publicitaria y todo lo que no está en esa jerga queda fuera de la razón y del entendimiento. Se ha establecido una norma lingüística que impide nombrar amplias zonas de la experiencia social y que deja fuera de la inteligibilidad la reconstrucción de la memoria colectiva”. Quizá nuestros libros no sean más que esto: modestos esfuerzos, discretos acercamientos a la compleja reconstrucción de nuestra memoria colectiva, esa memoria tan particular y tan ingrata de la que habla Ricardo Piglia.
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¿Ficción o realidad?
Tengo la fantasía, por demás absolutamente borgeana, de vivir algún día dentro de los libros. Mejor dicho, de perderme para siempre en un laberinto sin fin de palabras; palabras que buscan infatigablemente enhebrar aventuras, que buscan pleito, que se precipitan –filosas– como tragedias, que le arrancan al amor sueños y verdades. Pero despierto todas las mañanas en un mundo áspero, obstinado, lleno de rutinas y balances arbitrarios. ¿Cuál de los dos mundos es importante? ¿Cuál de los dos mundos resulta esencial para mí? No tengo respuesta a esas preguntas. La realidad sin ficción sería como tener una bolsa de plástico vacía entre las manos; la ficción sin realidad sería una cosa tan inútil como comerse una papa cruda. La cuestión consistiría en pensar simultáneamente lo grande y lo pequeño, lo trascendental y lo banal, lo íntimo y lo político; formar un tejido continuo con esos elementos vislumbra, indudablemente, la dimensión de un compromiso con la vida, la lectura y la escritura.

Mis libros preferidos
1.- Ficciones, Jorge Luis Borges
2.- El castillo, Franz Kafka
3.- Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
4.- El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
5.- Trasatlántico, Witold Gombrowicz
6.- Los emigrados, W.S Sebald
7.- El marinero que perdió la gracia del mar, Yukio Mishima
8.- El desfile del amor, Sergio Pitol
9.- Desgracia, J.M Coetzee
10.- Pedro Páramo, Juan Rulfo
Todo esto en la página www.relectura.org

1 de marzo de 2009

Contracorriente/Revista Poder
Revisión indefinida


Se despejó la incógnita de la enmienda constitucional. Se confirmó en las urnas la respuesta de una parte del país, la mayoría, que ha venido insistiendo en los últimos diez años, en coyunturas diversas y de manera reiterada, en apoyar el proceso de cambios liderado por el presidente Hugo Chávez. Con una altísima participación, dato que empieza a ser redundante en la política venezolana desde la polarización iniciada en 2002, el país salió del mes de febrero con tareas verdaderamente apasionantes y titánicas por continuar.

Existen muchas maneras de abordar los resultados del pasado referéndum. Sin embargo, me gustaría destacar que más allá de las comparaciones, del análisis convencional de las regularidades, de los ascensos y descensos en la popularidad de fulanito o de menganito, la consulta electoral reveló una vez más el valor central que ha tenido, y tiene, el liderazgo para movilizar voluntades y para cohesionar a una mayoría de clara raigambre popular.

A este dato fundamental de la política venezolana hay que agregarle su complemento: el universo simbólico de esos 6 millones de votantes que están convencidos en 2009 de que Chávez garantiza la continuidad del proyecto de cambios, no es ni remotamente el mismo que sirvió para conquistar la presidencia en 1998. En diez años esas voluntades populares han venido transformándose y en buena medida ya han definido otra visión de país (una visión que parte de lo popular como centro de la política y de la gestión estatal).

Si esto no fuera así, hace rato que Chávez habría perdido todo su caudal electoral. La gente, en buena medida, ha hecho suya las causas que han estado en juego en el debate político. Esto hay que subrayarlo para evitar malos entendidos: no sólo de carisma o de clientelismo se alimentan las mayorías, como piensa la oposición más rancia. Si bien ésta ha sido una década marcada por la necesidad, desde el liderazgo, de interpelar a los sectores populares, de soldarlos a nombres, a títulos, a rituales y proyectos, hoy ya podemos definir las dos grandes causas que mueven a esos 6 millones de chavistas: la lucha por la inclusión, la participación y con ello la redefinición de una nueva soberanía popular; y el antiimperialismo como mecanismo para establecer nuevas y más productivas relaciones con el mundo, especialmente con América Latina.

El chavismo ha sido una mezcla continua de enfoques y aproximaciones que apuntan a la construcción de nuevas relaciones entre Sociedad, Estado y Mercado. Es un campo político en constante construcción, de allí que haya tenido altibajos importantes en los últimos años, especialmente cuando se atrevió a dar el salto del antineoliberalismo a la promoción de un socialismo del siglo XXI. Esta mayoría, que se manifestó previamente en las elecciones regionales y que creció, con respecto a la consulta de la fallida Reforma Constitucional en dos millones de votos, ha sido despreciada sistemáticamente por una oposición que simplifica el fenómeno de lo popular. Desde esta perspectiva, Chávez y sus simpatizantes son un ungüento con los peores emolientes: personalismo, clientelismo, mediocridad, derroche de petrodólares, corrupción. No en vano, los analistas pasan una semana criticándolo por estalinista, a la siguiente se lo cargan como fascista y más adelante hablan de militarismo. Y otra vez a comenzar.

A partir de este desprecio por lo popular, la oposición ha hecho una política que tiene limitantes gigantescas, puesto que no logra dar con eso que puede llamarse el “alma del chavismo”, ese plus que va más allá de los balances y de las cifras macroeconómicas, que va más allá de los intereses y de las rentas, de las campañas de miedo y de las amenazas exteriores. Hablamos de algo parecido a la esperanza, esa sustancia que no se agota en las transacciones cotidianas y que habla, más bien, de la inmensa necesidad que tiene la mayoría de cambiar, radicalmente, los valores que aún imperan en Venezuela.

La oposición certificó que febrero sería el mes del fin del mundo, de la perpetuación dictatorial y de todas esas tonterías sacadas de un maniqueo think thank. Una vez que nos dimos cuenta que la vida continúa, que sigue teniendo sus lunes y sus martes, y que la tan manida perpetuidad puede ser una palabra tan frágil como tener 8 o 9 puntos de ventaja en una consulta electoral, la política sigue siendo el territorio de lo incalculable. A la oposición, sin duda, le sale urgentemente una revisión indefinida de sus grandes apuestas.

La política venezolana necesita urgentemente de la emergencia de líderes intermedios, de nuevas caras que logren darle al movimiento popular otras referencias, nuevas guías para continuar transitando el complejo proceso de cambios, que está visto opera a muchos niveles. Hasta ahora existe un sólido líder en la cima del Estado y muchas referencias comunitarias. Falta construir el tejido definitivo intermedio, entre el Estado y esas comunidades. La política está pidiendo, de cara a las cruciales elecciones de la Asamblea Nacional, otros rostros. El chavismo se juega con esos rostros la posibilidad de demostrar que es algo más que una esperanza de millones, que también puede ser una poderosa materialidad de larga duración. Demoler el Estado inoperante y terminar de hacer funcionar la nueva institucionalidad es quizá el desafío crucial que tiene el gobierno de Chávez, si quiere sostener su candidatura por un período más de gobierno.
 
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