5 de junio de 2008

Los fantasmas de la política



Sin duda hay fantasmas que se niegan a morir. O mejor dicho, hay fantasmas que no cesan de estar, que siguen asediando a los vivos por todos los rincones y armarios de la casa. Hay fantasmas que se resisten a cualquier duelo, a cualquier fiesta en su nombre, a cualquier conjura. Son fantasmas que no descansan, que no se agotan, que no envejecen. Tercos e impenitentes, se parecen a aquel cadáver en plena putrefacción que deja perplejo a Dostoievski, porque a diferencia de los otros muertos que hay en el cementerio, este cadáver apenas logra articular una palabra indescifrable, un vocablo que no tiene traducción: Bobok.

Por más que nos hayamos hecho a prueba de espíritus y otras ánimas que rondan por el aire y por las pantallas del televisor, hay quienes sostienen, y no por terquedad ni por postura religiosa, que el más temible espectro político que ha tenido la Modernidad le ha dado por reaparecer y anda dando vueltas por ahí, se aloja en continentes desiguales y pobres como Latinoamérica, aterrando a los más poderosos. Se trata del fantasma que identifica Carlos Marx (1818-1893) en las primeras líneas del Manifiesto Comunista: “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”.

Mucho se ha dicho del comienzo de este texto, pero me interesa en particular la lectura que hiciera Jacques Derrida del fantasma, como el anuncio de algo inminente, como la aparición de algo que nunca llega cristalizar o a institucionalizarse definitivamente: la comunidad de los iguales. Decía el filósofo francés en los años más devaluados del Manifiesto Comunista, en los 90, cuando el mundo celebraba el fin del comunismo soviético, que la lógica del fantasma en Marx habla de una dimensión de lo por venir que nunca termina de llegar, es decir, que este fantasma del Manifiesto es un llamado mesiánico, una promesa que no tiene fundamento científico. Lectura sumamente interesante porque está hecha a contracorriente de la que hicieron los sucesores de Marx cuando trataron de responder al desafío de justificar el fantasma comunista: mecanizar la historia, darle contenido ideológico al comunismo, esencializar el papel del proletariado y la lucha de clases. El espectro que Derrida recupera en Marx no establece nada a priori. Se parece un poco al muerto de Dostoievski: un cuerpo inerte que sólo atina a decir una palabra que es incomprensible para el presente: Bobok.



Ha corrido mucha tinta desde aquel 24 de febrero de 1848, hace exactamente 160 años, cuando el Manifiesto Comunista fue escrito para agrupar las líneas de acción política de la Liga de los Comunistas, y para movilizar a los obreros organizados. Los obreros y trabajadores de la Revolución Industrial contaron a partir de entonces con un opúsculo que diagnosticaba certeramente el presente, y anunciaba de manera muy optimista las luchas internacionalistas. Lo que habían dicho los jóvenes Marx y Engels en ese manifiesto no era poca cosa: a partir de contradicciones y complejidades cotidianas, producidas en las ciudades por el auge inédito del capitalismo industrial y de sus profundas desigualdades, por el final del Antiguo Régimen, ellos pudieron proponer una lógica histórica de la transformación: “la revolución comunista es la ruptura más radical con las relaciones de propiedad transmitidas”. Para el joven Marx la revolución tenía que coincidir con “el movimiento real que aniquila las cosas existentes”. Es decir, el programa político del joven filósofo buscaba deshacer, con la práctica revolucionaria, la relación del hombre con el sistema de bienes existente, y con ello abrir un espacio nuevo para la producción social. Años antes había definido ya una nueva tarea para la filosofía que apuntaba a esta dirección: “no se trata de interpretar al mundo, se trata de transformarlo”.

El Manifiesto Comunista, quizá esto es lo que mantiene su más secreta vitalidad, lo que lo hace un texto pertinente e indispensable para el debate político en el siglo XXI, dibuja de manera precisa el escenario del capitalismo global y la forma como evoluciona la sociedad estructurada por el capital. Cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia. Marx pudo vislumbrar la manera cómo el capitalismo se transforma a partir de sus propias contradicciones hasta alcanzar, con un movimiento furioso de inversiones y flujo de capitales, expandirse por el mundo entero (la tríada mercado, democracia formal y derechos humanos es su mejor despliegue). Este movimiento en el cual el capital llega a independizarse del conjunto de relaciones sociales, con el ánimo sólo de reproducirse, termina disolviendo todas las tradiciones, los imaginarios religiosos, los antiguos vínculos comunitarios, las ideologías:

“La continua transformación de la producción, la incesante sacudida de todos los estados sociales, la eterna inseguridad y movimiento, esto es lo que caracteriza la época burguesa respecto a todas la demás. Quedan disueltas todas las relaciones fijas, oxidadas, con su cortejo de representaciones y visiones veneradas desde antiguo, mientras todas las recién formadas envejecen antes de poder osificar. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, mientras los hombres se ven, al fin, obligados a considerar sobriamente su situación y sus relaciones recíprocas”.

Este pasaje del Manifiesto habla de la radical novedad que incorpora el capitalismo y su lógica monetaria en la sociedad: la ruptura del vínculo tradicional (pueblo, clase social, partido, comunidad, nación, relación sexual). Nuestro tiempo es el tiempo de la atomización generalizada, del máximo individualismo y de la desacralización y banalización comercial de todos los contenidos más o menos firmes que provenían de la sociedad tradicional. Es la época de los flujos, del dinamismo y la novedad permanente.

No en vano, el filósofo francés Alain Badiou lanzó hace unos años el reto de pensar una filosofía transformadora a partir de la ruptura del vínculo social, una filosofía que no caiga en las dos experiencias conocidas: la trampa utópica de anunciar la llegada de una sociedad sin explotación, reconciliada en su capacidad y productividad (la sociedad del hombre noble, del hombre bueno, del hombre sin pecado material ni espiritual), ni tampoco la sociedad idílica premoderna, reconciliada en su renuncia al progreso, al individualismo y al consumismo (el hombre tribal o la comunidad primitiva).

Se trata de crear una filosofía, dice Badiou, que no ofrezca la tierra prometida del comunismo, ni tampoco exija un retorno a los orígenes, tal como lo anuncian ciertos comunitaristas de izquierda que desprecian la dimensión irreductible del individuo. Se trata, más bien, de producir una filosofía que celebre la multiplicidad, lo transindividual (entre-individuos), la creación simbólica de identidades políticas móviles y contingentes, que se consagre a las resistencias sociales, a las fuerzas contrahegemónicas y a la pulsión de construir una comunidad diferente a la existente.

Hay que pensar una filosofía que enriquezca las energías sociales, la naturaleza anárquica de las demandas dispares, una filosofía que reconozca que no hay posibilidad de repetir la desdichada historia de un marxismo que hace énfasis en el maniqueísmo comunidad-individuo. Etienne Balibar, en su valioso análisis del legado de Marx, subraya que ese maniqueísmo no le perteneció al filósofo alemán y que debemos repensar en el presente el verdadero alcance de Marx. No se trata de responder al individualismo capitalista con la construcción de una comunidad cerrada y homogénea, gobernada por un Estado todopoderoso. Se trata de realizar una “práctica sobre los Derechos Humanos (libertad, igualdad) que jamás oponga la realización del individuo a los intereses de la comunidad, que ni siquiera los separa, sino que siempre procura realizarlos uno por el otro (…) Sólo los individuos pueden ser portadores de derechos y formular reivindicaciones, pero la conquista de esos derechos o la liberación (e incluso la insurrección) son no menos necesariamente colectivas”.

El fantasma de Marx, por lo visto, se niega a descansar.

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