31 de enero de 2009

Contracorriente/Revista Poder
El poder de Israel, y sus ironías

Una intriga recorre al mundo globalizado. No es un eterno fantasma, como el comunismo. Es precisamente todo lo contrario: una materialidad demasiado concreta y poderosa, demasiado omnipresente e impermeable a cualquier debate, a cualquier esfuerzo diplomático, a cualquier institución multilateral. Esa materialidad se funda en una violencia militar descomunal y aspira a la total sumisión de oponentes y adversarios. Esa materialidad tiene nombre y apellido: se llama democracia liberal. Y además ha conseguido un lugar preciso –Israel- para desplegar sus ensayos, de incalculables consecuencias por demás.

Israel es el lugar que se ha erigido como laboratorio para sondear, mundialmente, hasta dónde se puede aplicar, por vía unilateral de la violencia de Estado, el descuartizamiento sistemático de las diferencias étnicas y religiosas. Ese es el lugar donde la política, ante las tecnologías bélicas cultivadas con esmero, visión de negocio y dedicación casi sádica, se convierte en un simple arreglo floral, en un sombrero de pumpá o en un licor dulce para la sobremesa.

La nación israelí es una esquirla de Occidente en el mundo musulmán. Es un estado que encarna formalmente los valores que ha promovido Occidente en la era global: democracia, derechos humanos, libre mercado. Pero en la práctica se comporta como una especie de aceitado Caballo de Troya, armado hasta los dientes de fundamentalistas -con fuerte apoyo de las grandes potencias- que busca silenciar a como dé lugar a los “bárbaros” del mundo musulmán, en particular al pueblo palestino que “carece de herramientas para dialogar pacíficamente”.

Se promueve ante el mundo como portador de una racionalidad modelo. Pero lo hace en nombre de una necesidad religiosa de arraigo a una tierra, en desmedro de Palestina, acusada históricamente de ser fundamentalista y nido de terroristas. Mientras el empaque liberal de Israel se despliega en la práctica con soberbia étnico-religiosa, los palestinos reclaman sus más elementales derechos seculares: formar un Estado soberano. Israel es el país de la razón secular por excelencia, al que se le inventó una Patria para albergar a sus patriotas, pero no deja que los invadidos de entonces accedan a los mismos derechos de los colonos de ahora.

El sionismo ha sabido promover una imagen democrática y liberal ante la comunidad internacional, defiende las instituciones como un acto de soberanía popular pero desconoce abiertamente a un pueblo que decidió ser representado, en abierta mayoría, por un partido como Hamás. En otro tiempo, quizá en la época del audaz primer ministro Itzjak Rabin, cuando se avanzó en las negociaciones de paz y reconocimiento, se habría dicho que en la política hay que dialogar con los interlocutores de verdad, con líderes auténticos, por más radicales que éstos sean. Sin embargo, el maniqueísmo chato y la poca tolerancia que están demostrando las democracias liberales de hoy, ha hecho que Hamás fuera demonizada sin atenuantes, y acorralada junto a todos los palestinos de la Franja de Gaza.

El resultado de esto ha sido el asesinato y la destrucción masiva ocurridos a comienzos de año. Vale la pena destacar lo que dijo el embajador israelí en España, Rafael Shutz: “los palestinos deben asumir la responsabilidad de haber elegido con sus votos a una banda terrorista. Eso tiene consecuencias”. Quizá Shutz nos quería decir que el objetivo real de esta operación bélica no fue la banda terrorista Hamás, ni sus dirigentes, sino quienes le votaron, es decir, el propio pueblo palestino. Así se justificaría el asesinato de más de 1.300 personas en Gaza -la mayoría niños y mujeres- y se comprendería a cabalidad la sistemática aniquilación que ocurre en un territorio que se extiende a lo largo de 40 kilómetros: muros enormes y macizos, vigilancia militar, bombardeos aéreos, bloqueo de alimentos y medicinas, despojo de territorios fértiles, imposibilidad de movimiento.

Para nadie es un secreto que el objetivo final de los israelíes es liberar de palestinos a los territorios de Gaza. Quieren limpiar el sur del país de cualquier otredad religiosa. Vale la pena recordar a Bertolt Brecht cuando decía, con respecto a las rebeliones obreras de 1953 en la Alemania comunista, que “el Partido no está satisfecho con su pueblo, así que lo reemplazará por otro pueblo más entusiasta con su política”. El objetivo orwelliano de los israelíes está en marcha en Gaza, pero antes de que pueda cambiarse a un pueblo por otro habrá una humillación sin límites para implantar un sistema de sumisión total.

Desde la perspectiva del Poder, humillar y someter sirven de mucho, pero desde la perspectiva de la Política, significa simplemente su defunción. Quizá la mayor de las ironías sea que en los campos de concentración nazi, los judíos le llamaban “musulmanes” a los compañeros que alcanzaban el grado más degradante de humanidad jamás visto, en el que parecían “muertos vivos”. Ese fue el producto más horroroso que dejaron lo campos de concentración, testimoniado por los propios sobrevivientes. Los judíos se negaban a morir como judíos en esos campos, y lo hacían como musulmanes. Ahora en Gaza se han invertido los papeles y son los musulmanes los que mueren de la misma manera como murieron los judíos en Auschwitz.

2 de enero de 2009

Contracorriente/Revista Poder
Miedo y reacción


Una fría mañana de diciembre me tropecé con un artículo de El País que hablaba de las descomunales tareas que le esperan a Barak Obama a partir de enero, cuando le toque desactivar desde la Casa Blanca esa peligrosa bomba de tiempo llamada el Medio Oriente. Explicaba el articulista que después de la invasión a Irak, se ha venido produciendo en la región una especie de “somalización” de la sociedad. Esto significa -en jerga africana de la más baja ralea- que cada día más gente se coloca al margen del Estado, contra el orden y las instituciones existentes, muchas de éstas denominadas “democráticas” según el caprichoso canon de la globalización.

En el Medio Oriente, decía el artículo, todos los días hay gente que se suma a la rebeldía contra Occidente y sus fetiches, y en este contexto los escenarios de violencia urbana y cotidiana son muy difíciles de revertir. Si queremos un siglo en paz, concluía el analista, debemos aplicar una dosis “justa” de militarización y, eventualmente, de agresión bélica para neutralizar el virus de la sublevación que se esparce por toda la región. El artículo, bien argumentado, no era más que una variante si se quiere correcta, atildada, del enfoque guerrerista o policíaco que trata de impulsar Occidente en este agitado siglo.

Como ha venido ocurriendo desde 2002, con el remake de la Guerra Fría que impuso el clan de los Bush, los razonamientos que circulan por la gran prensa apuntan a neutralizar un deslave volcánico en ciernes, a evitar que ese magma peligroso de los “primitivos”, de los “salvajes”, de los “fundamentalistas” se expanda aquí y allá, y termine estremeciendo el día menos pensado las columnas de nuestras propias casas. El miedo es hoy por hoy la coartada perfecta para movilizar al planeta, para que la gente, desde la sensación de pánico, perciba que hay seres definitivamente violentos y peligrosos que nos tienen en la mira.

La gran prensa mundial habla de los conflictos recónditos del planeta como si fueran una lava hirviente que apunta directamente hacia nuestras vidas. Una oscura fuerza irracional está en movimiento, el Mal radical de las sociedades que se resisten a progresar desde la paz, la democracia y la tolerancia, ideales propios de los países más avanzados, y por supuesto de gente estudiada y de buena familia. Desde esta perspectiva, todo lo que acontece en la media luna terrorista del Medio Oriente debe ser neutralizado, sin que sepamos muy bien cuáles son sus reales demandas y sus verdaderas razones.

El filósofo francés Alain Badiou ha descrito recientemente esta elaboración ideológica en torno al miedo, que denomina miedo primitivo: la percepción de que “otros” más feos y peligrosos nos quieren quitar nuestros privilegios en sociedad. Esos otros, por supuesto, son una lista larga de escorias que la encabezan los llamados -en lenguaje local- “bichitos”, “becerritos”, “monos”, “huelepegas”, “malandros” y por supuesto “chavistas”. El miedo primitivo está hecho para reaccionar a cualquier movimiento del Otro, para evitar que ese Otro pueda llegar a visibilizarse en toda su dimensión.

El miedo, definitivamente, es la peor de las trampas montadas para entender el siglo que nos toca vivir y transformar (ese es el detalle, hay quienes todavía creen que hay que transformar lo menos posible). Hay un asombroso “realismo” en nuestros intelectuales y expertos, que estigmatiza el conflicto, el caos, las rebeliones, y que se sostiene en pensar que el mundo -que ya anda mal- pueda ir en realidad peor, así que no deberíamos atizar más los desencuentros, ni desafiar a los gigantes de siempre, que para eso son gigantes, más grandes y más fuertes. La ley de este razonamiento a partir del miedo es la del mínimo esfuerzo posible, de la mínima voluntad en juego.

Miedo que conduce a la impotencia, por supuesto, y a delegar los más bajos instintos en líderes, medios y voceros. Todo lo que suene a reacomodo, a sacudón, a caos, debe ser sistemáticamente criminalizado. Atrapados como estamos en una fórmula matemática de la sociedad perfecta, basada en la democracia representativa, los derechos humanos y el libre mercado, todo lo que suene a entropía, a movimientos sociales, a politización de la economía, a sublevación social, desemboca inevitablemente en lo primitivo y lo autoritario.

Para los que he en estos años venezolanos han tratado de hacer una distinción casi moral entre mercado y populismo, entre libertad y autoritarismo, distinción que ha permitido a la derecha nacional señalar que el caudillo del trópico limita la libertad de expresión, hay que recordarles que el parlamento inglés y ciertos círculos económicos muy influyentes de Europa y Estados Unidos han empezado a discutir el efecto de pánico que han ocasionado los medios de comunicación con la crisis bancaria. Proponen incluso regular el oficio periodístico, para evitar que algunas noticias terminen haciendo más volátil el movimiento de capitales en las bolsas mundiales. Al mercado, en este caso, le gustaría muchísimo que se dijera lo menos posible sobre el crack financiero. Al mercado, no lo olvidemos, le gusta que se hable de todo menos de sus defectos y de sus descomunales imperfecciones. Al mercado lo que menos le gusta es que se politicen sus “mecanismos invisibles”.

Así comienza el 2009. El miedo, que es una especie de fuerza omnisciente que aparece entrelíneas en los discursos dominantes y en el habla cotidiana, obliga a distintas reacciones, incluso deshonrosas como la de la censura previa propuesta por las fuerzas del mercado. Las reacciones al miedo son así: nunca traen una idea nueva, sino que actúan a partir de una soberbia tranquilizadora.

 
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