7 de octubre de 2008

Hacerse el sueco, un valor en la política


Hace un año exactamente estuve en Suecia invitado por la Fundación Fojo, una institución que tiene su sede en un bellísimo pueblo llamado Kalmar, al sur de Estocolmo. Fojo realiza anualmente seminarios sobre Periodismo y Democracia, y lo hace no sólo para mejorar el desempeño de los periodistas del continente, sino también (y sobre todo) para conocer de primera mano esa dimensión transformadora, violenta o de “revelación de las formas” que hay en nuestros países (por llamar de algún modo carpenteriano a nuestra informalidad instituyente). Pronto llegará a Venezuela un libro que reúne ensayos, crónicas y reportajes hechos a partir de esta experiencia. La llegada del otoño, con colores que sólo los suecos pueden producir, y la realización del tercer seminario allá en Kalmar, me hicieron recuperar este texto escrito, a manera de crónica, en medio de la extraña anomalía sueca, esa que para nosotros se traduce en la perfección de lo razonable y lo racionalizable. Si algo saben los suecos es de política, y también de su doble: saben, llegado el caso, hacerse los suecos


La situación ocurrió en medio de una larga noche salpicada de vinos, cervezas y pisco. Como suele suceder en estos casos, las cosas trascendentales aparecen en momentos catárticos, cuando la gente deja ver su espíritu dionisíaco y se entrega sin reparos a las bacanales.

Era la segunda noche que pasaba un grupo de periodistas latinoamericanos en un campus universitario muy cerca del centro de la ciudad de Kalmar, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Estocolmo. Ya se sabe cómo son estos encuentros: aunque nos hacemos llamar latinoamericanos con el pecho hendido por el espíritu de la unidad, basta que nos juntemos en medio de un otoñal bosque nórdico, por ejemplo, para que afloren las tremendas diferencias que tenemos, las múltiples jergas, los imaginarios contrapuestos.

Ni una sola canción pudimos cantar juntos esa noche. Qué diferentes somos en realidad, cada quien con patrimonios diversos y retazos culturales diferentes. Pero cuando más rotos nos sentíamos, alguien bromeó con el dicho de hacerse el sueco. No lo podíamos creer, finalmente había aparecido, entre risas, la frase unánime, la frase que nos hacía cómplices a todos. Habíamos encontrado una extraña forma de identidad, hablando no de nosotros mismos sino de los otros, de nuestros anfitriones.


Identidad y diferencia
A la mañana siguiente, con la resaca y las pocas horas de sueño encima, entendí que la identidad no se construye con capital propio, siempre necesita algunos espejos y sobre todo el rostro enigmático de los otros. La ganancia no radicaba en burlarnos de nuestros anfitriones. Por el contrario, había una gran ironía en lo que nos había sucedido.

La frase hacerse el sueco no tenía nada que ver con los suecos sino con nosotros mismos. Ellos son exactamente lo contrario. Son tan puntuales como el filo de una navaja, son tan organizados como el corazón de un reloj suizo, su democracia es tan perfecta y funcional como una mesa de Ikea y administran hasta la exasperación su sentido de la prudencia y del equilibrio, así que no se les va la vida en peleas nimias. Han aprendido a pensar en una sauna, más allá de la contingencia.


Entendimos que una cosa es ser sueco, eso que se formó en Escandinavia y que los expertos le atribuyen, históricamente, una extraña cualidad que convierte la anomalía en regla (la regla democrática, del consenso y del equilibrio de poderes, de las formas de representación y del sano contrapeso entre Estado, Sociedad Civil y Capital) y otra muy diferente es ser latinoamericano: esa sucesión de actos fallidos, esa manera de aniquilarnos por golpes militares e ideologías, esa forma de sobreestimar la oralidad y el carisma, eso de resistirse al orden a punta de comedias y melodramas. Entendimos en un mes lleno de matices y de variantes ocres y naranjas suspendidas en los árboles, que el mundo se divide entre los que son suecos y los que se hacen los suecos.


El modelo y sus ironías
Las intuiciones son fundamentales, pero hay que tener la paciencia y la voluntad para mirar más allá de las primeras impresiones. Mario Vargas Llosa dice que hacerse el sueco es fingir no ver, no enterarse de algo para evitar una incomodidad. Es irse por la tangente, brincar en medio del candelero. La frase describe la cualidad para evitar que un trauma te consuma o te deje atrapado para siempre en sus entrañas. Quizá por eso los suecos hacen tanto hincapié en la soluciones de las mayorías y en la fórmula del consenso, donde todos ganan y nadie pierde.

El diputado liberal de origen chileno –pero sueco- Mauricio Rojas subraya otra característica de la sofisticadísima alma sueca: su pragmatismo. Su manera de no quedar prendado a los principios o a las valoraciones morales. “El sueco tiene una enorme capacidad para ignorar los conflictos que pueden dividir a su comunidad. El sueco piensa dos veces lo que va a decir”. E incluso, suelen adoptar dos posturas, la oficial y la "extra oficial", es decir, adoptan una posición de principios y a la vez una posición práctica, que muchas veces no coinciden. Los suecos pregonan la paz en todos los foros internacionales, pero venden armas y apoyan la invasión norteamericana en Irak. Los suecos surtieron a los nazis del acero que necesitaban para fabricar sus aviones, pero jamás se consideraron aliados como tales de Hitler, así que la II Guerra Mundial no pasó por sus fronteras y salieron "incolumes" de la guerra. Los suecos eran adelantadísimos en materia de derechos al refugiado de guerra, pero actualmente dictan la pauta en toda Europa con sentencias que desmienten una guerra en Irak y por ende la condición de refugiados a los tantos iraquíes que huyen de la invasión. En fin, han desarrollado una extraña sabiduría. Mejor dicho, una doble sabiduría: la de ser suecos y la de hacerse los suecos.

En fin, después de estar tres semanas en Suecia, las identidades se habían desdibujado. No sabíamos exactamente quiénes eran los suecos y quiénes se hacen los suecos. La globalización ha nivelado en buena medida nuestros mundos, ahora tenemos problemas comunes: exclusión, intolerancia, fundamentalismo, desequilibrio de poderes… Problemas a los que es difícil hacerse el sueco. Aún así pensé que la frase sigue siendo una valiosa herramienta para la convivencia, una manera de hacer que la soga no te ahorque y que la comunidad, por más heridas internas que tenga, siempre se haga camino.

Hacerse el sueco nos recuerda que nuestros grandes conflictos no tienen solución inmediata y que hay que replantearse profundamente el tema de la democracia, más allá de las fórmulas y las arquitecturas prefabricadas. Con las tantas histerias mediáticas y las agendas prefabricadas hay que aprender a hacerse el sueco, aprender a distinguir lo fundamental de la espuma y de las mareas. Definitivamente hay que saber cuándo hacerse el sueco y cuándo dárselas de sueco. Allí radica la gran sabiduría nórdica. Parece lo mismo, pero no es igual. Esa es la principal fórmula de exportación que han inventado nuestros amigos suecos.

1 comentario:

Zinnia dijo...

Qué bueno volver a leerte en este blog repotenciado. Comencé por el de los suecos... sobre el crack todavía prefiero hacerme la sueca :)
un beso

 
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