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Estas fueron unas elecciones por demás históricas, con más de 65% de participación (por cierto, Distrito Metropolitano y Miranda son estados que tuvieron una abstención promedio más alta que la de todo el país), y más allá de la fuerza de los resultados, hay una innegable revelación en este dato: por más que se hable por ahí de ventajismos, de dudas sobre el CNE, de sofocamiento político, de dictadura, totalitarismo y demás especias, el domingo se comprobó una vez más que la gente en Venezuela no es tonta, asume las elecciones como un derecho inalienable y como una necesidad clara de manifestar su voluntad. Ha quedado atrás, por suerte, toda aquella lógica antipolítica que imperó en la retórica opositora después de la derrota del Revocatorio de 2004.
En estas elecciones se expresó una sociedad vigorosa, entusiasta, con esperanzas renovadas de cambio (más que nunca, el cambio es bifronte en este país, mira hacia la dura tarea de la construcción del socialismo del siglo XXI, por un lado, y mira hacia la estabilidad, la tranquilidad y la reconciliación, por el otro). Después de un año de acusaciones mutuas sobre la escogencia de candidatos a dedo, esta inmensa participación comprueba que la gente necesita conquistar y defender espacios, apoyar liderazgos, participar en la guerra hegemónica de posiciones, y esto es lo que primero salta a la vista: el 23-N cambia la antigua geometría del poder, hay reacomodos considerables y otros nodos visibles donde se aglutinan las nuevas mayorías.
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Con los lentes puestos, el 23-N se parece a un laberinto inextricable. Un laberinto incómodo y nada complaciente con las partes, un laberinto que nos devuelve la imagen de nuestra profunda complejidad sociopolítica, con tantas puertas de entradas como salidas, con tantos callejones y caminos bloqueados. Nos devuelve un país que a pesar de la nueva geometría del poder, no puede escribirse en clave dorada de triunfo abrumador ni en la luctuosa caligrafía de la derrota contundente. Hay constancias y reiteraciones más allá de la algarabía.
A pesar de que cada bando se quedó corto en sus aspiraciones, nadie puede decir que alguien salió demasiado mal parado de la batalla. Si fuera un plebiscito, como se ha analizado este ciclo electoral, podríamos hablar con cifras en mano: 5.436.014 personas votaron por los candidatos del PSUV y sólo 4.550.174 votaron por la unidad opositora, es decir, el chavismo le sacó 885.840 votos a la oposición en todo el país. Ambas cifras hablan de un incremento con respecto a los resultados del 2-D, ligerísimo en el caso opositor, importantísimo en el caso del chavismo. Esto habla de un nuevo ciclo de politización en Venezuela que es menos ruidoso pero más efectivo y elocuente. La aparente desmovilización no era indiferencia, ya lo dijimos.
Hay más que analizar: el 23-N sin duda nos devuelve a un país atrapado en sus abismos históricos, abismos que se expresan una vez más en la polarización de lo urbano-moderno con lo provincial-campesino (17 gobernaciones rojas de estados emergentes frente a 5 de la oposición que representan el núcleo urbanizado y económico-comercial más avanzado del país).
También con estas elecciones vuelve a emerger la polarización interna a los estados y a las ciudades entre barrio y ciudad formal y entre clases sociales, como sucedió en Petare con sus abiertas diferencias entre el Petare sur y norte (barrio arriba) con respecto a las urbanizaciones consolidadas del municipio. Esto da pie para seguir analizando nuestra conflictividad sociopolítica en tres planos diferentes: la lucha de clases, el antagonismo entre barbarie y civilización y la tensión entre lo urbano y lo agrario industrial. La gobernación de Miranda es un excelente ejemplo de todo esto: Capriles Radonsky gana con el apoyo irrestricto y masivo de apenas 5 de los 21 municipios del estado (Chacao, El Hatillo, Baruta, Carrizales y Sucre) y pierde en municipios más populares y “rurales” como Los Teques, los de la costa barloventeña y el Tuy. Otro buen ejemplo es Carabobo, donde la oposición gana la gobernación pero pierde las dos alcaldías más importantes de la ciudad.
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Conclusiones rápidas y primeras:
1-Nace un nuevo liderazgo político con el PSUV, la organización política naciente que desarrolló una estrategia electoral que logró movilizar en alto grado a simpatizantes y militantes de manera tal que el chavismo aumentó su participación en más de un millón de votos con respecto al 2-D (5.436.014 frente a 4.379.392). Eso también significa que si Chávez fue el gran perdedor de la Reforma, porque personalizó la campaña, esta vez es el gran ganador en términos absolutos. La oposición, en los mismo términos, apenas pudo incrementar en 40.000 votos su caudal.
2.-17 gobernaciones ganadas con tan amplio margen de ventaja hablan sin duda de un nuevo tiempo para la política local, la política de lo cotidiano en el chavismo (una cosa que no estaba nada clara hasta ahora). Si no se toma en cuenta que esta repolitización no es sólo un producto de Chávez sino también es el resultado de un proceso de participación de las bases militantes del PSUV, perdemos la posibilidad de darle el carácter definitivamente autónomo y emergente que debe tener esta fase del proceso: nuevos liderazgos y nuevas experiencias de gestión pueden contribuir a ampliar la práctica gubernamental e institucional camino al socialismo del siglo XXI.
3- La normalización de la oposición dentro de la estructura del Estado finalmente se ha dado. La oposición no sólo ganó en 5 estados clave por su número de población, por su potencial económico y por su fuerza comercial. Ganó también en los estados con mayor cobertura e incidencia mediática. La oposición gana un espacio político considerable que en Caracas, por ejemplo, obligará a nuevas luchas, resistencias, reacomodos y defensas ciudadanas de todo tipo. Recuérdese que los poderes centrales están en la capital, y los poderes mediáticos también. Así que veremos en estos años una nueva conflictividad Gobierno-Medios encarnada en la los cuatro jinetes opositores: Radonsky, Ledezma, Ocariz y Blyde.
4.-En estos procesos hegemónicos y contrahegemónicos, como el que vive Venezuela desde hace 10 años, ningún espacio está ganado de antemano ni ningún líder político puede darse por muerto, ni tampoco por eternamente vivo. Esa es la única manera de entender cómo se vuelven a ganar espacios que parecían perdidos y se pierden espacios que duelen hasta el alma: el chavismo logró recuperar estados que parecían perdidos de antemano como Sucre, Mérida, Guárico, Yaracuy y Aragua, y perdió en lugares que parecían cantados, como la Alcaldía Mayor, el municipio Sucre y la gobernación de Miranda. En política, aparte de que resucitan dinosaurios extinguidos hace 100 mil años, como es el caso de Antonio Ledezma, también se castiga la indolencia, la indiferencia, el burocratismo de los alcaldes chavistas y en definitiva a la derecha endógena, como la de Diosdado Cabello. Nos desentendemos de ese Frankestein vestido de Guardia Nacional llamado Acosta Carles, pero regresa la rancia oligarquía de apellido y caballos en la siempre histérica Carabobo, incapaz en estas elecciones de ofrecer nuevos y sólidos liderazgos en ambos lados (no es sólo un mal opositor, ojo). En fin, en el mundo de la política cualquier freaks puede llegar a ser rey, y viceversa.
5.- Como caraqueño, veré sobretodo en mi barrio el envalentonamiento de la oposición, sus nuevas vanidades ganadas a pulso en una Caracas perdida en el marasmo y la indiferencia. Por los momentos, me tengo que calar que mi vecina ahora grite con más insistencia y más gañote frente a mi balcón: ¡se jodieron, comunistas de mierda!
Ay, ¿qué se estará diciendo en los exquisitos cafés de Los Palos Grandes?